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El honor del maestro

Rafael Argullol

Hace años, en Lima, le escuché decir a Alberto Fujimori por televisión que él no había tenido ningún maestro. El entrevistador le insistió varias veces pero el presidente peruano negó obstinadamente, ufanándose, además, de esta circunstancia: ni lo había tenido ni lo había deseado. Pensé entonces que aquella negativa encajaba a la perfección con un personaje del talante de Fujimori, sin darme cuenta de que, como ocurre a menudo con ciertos portavoces siniestros de una época, sus palabras eran representativas de un amplio modo de sentir.

Al parecer, ni tenemos maestros ni los deseamos. Tal vez porque ya hemos creado las condiciones exigidas para hacerlos imposibles. Seguramente sin proponérselo, Fujimori había dado en el clavo: el reconocimiento de un maestro requería la aceptación de una autoridad espiritual que él no había identificado, bien porque jamás se había topado con una figura de este tipo, bien porque los modelos que sí le habían interesado no podían ser ofrecidos, públicamente, como modelos de maestría. Le bastaba con mirarse en el espejo y aun teniendo -como tenía y tiene- un alto concepto de sí mismo nunca se hubiera recomendado un Fujimori como maestro.

El "héroe de nuestro tiempo", por ejemplo, el especulador, es un prototipo muy imitado pero no puede poseer la silueta del maestro. Aunque tenga una legión de imitadores choca siempre con la insuficiencia moral incluso a ojos de éstos. Esto se percibe fácilmente cuando una trayectoria es puesta a prueba por la alternancia del éxito o el fracaso. Un usurero tiene poder mientras dispone de los bienes de los demás, pero ¿hay situación peor que la de un usurero arruinado? Un banquero goza de grandes privilegios siempre que se mantenga en lo más alto, pues si cae, o empieza a declinar, se expone al inmediato menosprecio. E igual le sucede al más poderoso ejecutivo, digno de admiración en la subida y una caricatura humana en el descenso.

Tampoco el demagogo, otro de "nuestros héroes", sea del ramo de la política o del de la comunicación, puede aspirar a la maestría por más que vea crecer halagadoramente la influencia que tiene en la sociedad. Al demagogo -el que miente a sabiendas de que miente con el propósito de persuadir- también se le puede aplicar el filtro de la eficacia. La retórica sólo es válida mientras es eficaz; si deja de serlo pierde todo valor. ¿Quién se acuerda de esos políticos que, tras su momento álgido, se arrastran por los márgenes de sus propios partidos o de esos "líderes de opinión" que sobreviven en un oscuro despacho después de que, supuestamente, hubieran dirigido grandes tendencias sociales? Ensalzados en la cumbre de su retórica persuasora apenas cuentan si son desplazados a la cuneta. Nadie se pregunta, entonces, si conservan algún gramo de verdad porque nadie presupone que nunca lo tuvieran.

Aunque lo intentáramos no podríamos tener como maestros al especulador o al persuasor profesionales porque sabemos que dependen demasiado del mercado del éxito o del fracaso. En realidad hemos creado un paisaje terroríficamente dependiente de este mercado. Los habitantes de ese paisaje nos parecen idóneos si especulan hábilmente o si convencen astutamente a los demás. Así asistimos a la ceremonia del artista de éxito, del obispo de éxito e incluso del científico de éxito. Y hemos llegado a extender, algo grotescamente, esta ceremonia a la salud colectiva de los países, diagnosticada según los latidos de la Bolsa o del número de todoterrenos por habitante.

En ese horizonte la aseveración de Fujimori, sin escrúpulos tanto para la especulación como para la demagogia, es perfectamente consecuente con los hábitos contemporáneos. Frente a ellos lo que distingue, o debería distinguir, al maestro es su independencia con respecto al mercado del éxito o del fracaso. No está sujeto a sus vaivenes ni su verdad; si en algún momento tiene alguna que ofrecer, depende de su eficacia. El maestro, de ser todavía necesario, no debe imponerse por su capacidad especuladora ni por su talento para convencer, sino por otro tipo de autoridad.

Una autoridad desprovista de solemnidad. El maestro es únicamente un mediador: da lo que recibe modificado por lo que ocurre en su vida y en su época. También podría decirse de otro modo: el maestro es alguien situado entre dos discípulos, el que fue y aquel al que enseña. Su fundamento no es la verdad, que no puede asegurar, sino la continuidad, con su juego de herencias y revoluciones.

Es esa figura frágil y sutil del maestro -y no la solemne, henchida de dogma y doctrina- la que se hace muy difícil de preservar en un panorama moral como el nuestro tan reacio a la memoria y a la mediación, los dos escenarios básicos por donde discurre el vínculo entre el discípulo y el maestro. A través de la memoria se transmiten las técnicas y sobre todo las palabras; éstas, con el recurso a la mediación, se ordenan en una jerarquía semántica que, al cabo, es también moral.

Éste es probablemente el sentido último de una expresión recogida por todos los idiomas: "dar la palabra". Una donación y un pacto, la memoria y la mediación. Nosotros, sin embargo, al parecer hemos sustituido la figura del maestro, el que enseña a dar la palabra, por la del especulador, que la ignora, y por la del retórico, que la convierte en una cáscara sin contenido utilizable a conveniencia. Esta sustitución de héroes ha implicado la indiferenciación semántica. Palabras como dignidad, nobleza, decencia, honestidad, y otras tan "ineficaces" como éstas han sido arrojadas al vertedero de la inutilidad... Y, sin embargo, son las únicas palabras útiles para restaurar la figura del maestro.

Si es que encontramos necesario hacerlo, porque también podría ser que ya nos hubiéramos acostumbrado a vivir en una jungla, contentos de despreciar tranquilamente el significado de las palabras. De ser así, podríamos dar por felizmente periclitadas las siluetas tanto del maestro como del discípulo para adentrarnos con franqueza en un mundo en el que nos libremos de toda responsabilidad sobre lo que decimos. Pura especulación y pura persuasión. En esta perspectiva no tenemos problema educativo alguno. Podríamos desembarazarnos de la penosa obligación de ir proclamando cada dos por tres la inminencia de una reforma educativa.

Pero si se considera que lo que está en juego no es otro capítulo de la historia de la retórica, sino el valor mismo de las palabras entonces, más que de reforma, hay que hablar de revolución: una revolución que reinstaure el honor del maestro. O, ya en plural y en su concreción cotidiana, de los maestros.

Ningún Gobierno puede afrontar una revolución de esta envergadura si, como sucede en la política contemporánea, se presuponen réditos a corto plazo. El error o la incompetencia o la hipocresía que rodea los anuncios de "reforma educativa" que todos los Gobiernos se empeñan en realizar, con particular énfasis

cuando están recién instalados en el poder, radica en el brutal desequilibrio entre los fines proclamados y los medios a los que realmente se está dispuesto a recurrir. Y entre estos últimos, por encima de los demás, el sacrificio de la inmediatez que guía la vida política.

Un viraje en el mundo de la educación exigiría una estrategia a largo plazo que los partidos, obsesionados por persuadir a la opinión pública de forma inmediata, no quieren o no pueden desarrollar. Unos a otros, según estén o no en el Gobierno, se reprochan falta de dotación económica para la "reforma educativa". Pero, aún más que el dinero, la cuestión es de tiempo: un proyecto que requiere decenios no sirve para ganar elecciones.

Inabarcable, por tanto, para los Gobiernos, la "reforma educativa" únicamente podría ser el fruto de un pacto ciudadano, o constitucional, que nos obligara más allá de los vaivenes electorales. Aun así, en el supuesto de que este pacto entrara en vigor, podría argumentarse que el círculo vicioso es tan oclusivo que nadie sabrá por dónde romperlo. Kafkianamente: hemos tardado tanto en emprender una supuesta "reforma educativa" que ya no sabemos por dónde empezarla y por dónde taponar el agujero del desastre.

Quizá hay una posibilidad pero ésta implica una voluntad y un tiempo (además de un dinero) que no está claro que queramos emplear. El círculo podría romperse si llegáramos a restaurar el honor del maestro y, en consecuencia, el vínculo, que nunca deberíamos haber quebrado, entre éste y el discípulo. Esto por supuesto entraña una apuesta revolucionaria que rescate al maestro de su marginalidad actual y le otorgue un protagonismo central: las mejores facultades de magisterio, una remuneración económica digna, un nuevo prestigio, una oportunidad de contrastar su fuerza moral con la fuerza inmoral del especulador y el demagogo. Mientras los jóvenes sean invitados masivamente a asumir la superioridad social de éstos, cualquier propuesta será superflua. ¿Qué Gobierno está dispuesto sinceramente a asumir esta apuesta? Voluntad política, dinero, tiempo e incluso el riesgo de autoinmolarse para ganar la partida.

Sin afrontar este desafío fundamental, la "reforma educativa" es sólo un alarde penosamente incrustado en los programas electorales. Cambiar el escenario psicológico en el que se encuentra -y a menudo se asfixia- el más humilde maestro de escuela es el cambio revolucionario que podría empezar a mitigar la catástrofe educativa que todos aceptan pero que muy pocos están dispuestos a combatir. En aquella intrascendente escuela de barrio se juzga, en realidad, el honor del maestro.

Y eso es lo que suscito: resistencia y temor. Si el sitial de los "héroes de nuestro tiempo", los especuladores y los demagogos, se viera amenazado por los que están atentos al significado de las palabras, nuestro mundo dejaría de ser el que es porque tendríamos la oportunidad de poner en su sitio a los fujimori que se ufanan de ignorarlo todo, menos la mentira.

Rafael Argullol es filósofo.

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