Colección particular
1. Muchacha en el museo. Se trata de Cristina Mendoza, durante muchos años directora del Museo de Arte Moderno, ahora integrado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). El retrato es el primero de su colección particular, lleva fecha del año 1974 y corresponde a los primeros meses de su llegada al museo, cuando aún ocupaba todo el antiguo palacio de la Ciutadella. Tenía 23 años, era licenciada en Historia del Arte y acababa de hacer una tesina sobre el pintor Josep Cusachs. En el museo la contrataron como conservadora. Entonces era muy difícil entrar a trabajar en un museo. Pero si tenías una buena recomendación, era facilísimo. La joven Cristina llevaba una suave vida burguesa en el piso familiar de la calle de Mallorca. Por de pronto no quería ser nada. Ni madre ni artista. Ni aspiraba a tener ningún tipo particular de interés como ser humano.
2. Sala vacía. La pintura muestra un interior del museo iluminado por la luz natural. La luz no es tenue ni cálida. Todo lo contrario. Tiene un brillo frío, casi agresivo. Costaría descalzarse sobre ese mármol. En la esquina derecha, sesgadamente, se identifica el retrato que el joven Dalí hizo a su padre y que el museo adquirió durante la posguerra junto con otras telas memorables como El tándem, de Ramon Casas. La inerte soledad que refleja el lienzo está perfectamente documentada en la memoria de la señora Mendoza y del resto de los trabajadores del museo. Porque éste era el aspecto habitual, constante, que mostraban sus salas. Al museo no iba a nadie. En realidad la beligerante opinión de las vanguardia sobre la necesidad de cerrar los museos era meramente tautológica. Estaban cerrados y llevaban así mucho tiempo. Una de las más grandes sorpresas del último tercio del siglo XX fue la incorporación del museo a la cultura de masas. Este cuadro lo explica con gélido detalle. Sin embargo, el frío no era sólo el del espíritu. En las dependencias internas unas gigantescas salamandras trataban de humanizar el ambiente. Al combustible añadían piel de naranja, que al quemarse daba un olor muy agradable. Fuera del cubil de la salamandra los pasillos eran lóbregos y oscuros y costaba atravesarlos.
3. Retrato de Joan Ainaud de Lasarte. Se trata de un sobrio retrato sin fecha, pero la edad del modelo permite situarlo en la segunda mitad de los años sesenta. Ainaud había salvado los cuadros de este país. Quién sabe si, de haberlos quemado, no habrían juzgado su tarea heroica. Era el responsable general de los museos barceloneses y cuando llegó la joven Mendoza le dio el encargo de que fuera preparando el centenario de Fortuny. Bajo su dirección explícita, que a veces era difícil de encajar. A medida que fue trabajando con él, la joven Mendoza empezó a pensar que se trataba del hombre más sabio que había conocido. Sigue pensándolo, ahora que ha visto mundo.
4. Vista general sobre el hemiciclo. El lienzo más famoso de la colección. De azarosa historia. Fue pintado, sin ninguna duda, aprovechando la complicidad de algún conserje u otro trabajador del museo, que abriría clandestinamente las puertas de la estancia más secreta del palacio. En aquel tiempo algunos miembros del personal auxiliar eran extremadamente pintorescos: antiguos divisionarios, funcionarios de las remotas aduanas interiores que llamaron burots o, simplemente, hombres que habían perdido levemente la cabeza y sentados en un ángulo del salón oscuro, permanecían inmóviles durante muchas horas, a riesgo de ser confundidos. La tela muestra el hemiciclo del antiguo Parlamento de Cataluña vacío y polvoriento. El tratamiento de la luz, como a jirones, y un detallismo diseminado por algunos rincones especialmente castigados del escenario (tapicerías gastadas, tulipas descabezadas, barnices agrietados) dan al conjunto el arquetípico sentido de la decadencia. Por lo tanto, la tela, con independencia de su valor como documento sentimental o histórico, sería una más de esas pinturas de género. Mucho más cuando en el centro, y reclamando la mirada del espectador, aparece un reloj con el tiempo inexorablemente detenido. Pero es, precisamente, este detalle el que lo aleja del tópico y le da una dimensión sorprendente, grotesca y veraz: se trata de un reloj de cocina, impensable en un lugar tan solemne. Al parecer la joven Mendoza llegó a conocer el origen de semejante extravagancia. El reloj se colocó durante la visita del general Franco al antiguo hemiciclo, excepcionalmente abierto con motivo de la Bienal Hispanoamericana del año 1955. Daba hora y fe de la profanación.
5. Mecanotubo. La pintura se encuadra en las últimas tendencias del hiperrealismo nacional-fantasmático. Muestra el pasaje de la entrada, ya clausurada, del antiguo Museo de Arte Moderno. Una empalizada de mecanotubo amarillo parece avanzar desde el flanco izquierdo hasta apoderarse casi completamente de la entrada del museo y del conjunto del cuadro. El contraste con la maleza que brota en los márgenes es impactante. El museo sucumbe a la construcción nacional en una doble vertiente. Por una parte, a la ampliación de las dependencias del Parlamento de Cataluña. Una ampliación que extenderá el yermo funcionarial y espeso en el mejor parque de la ciudad. Por otra, al discurso historicista del MNAC, anacronismo doméstico y petulante que cose al Huguet con el Picasso y donde la discontinuidad artística se quiere símbolo de la continuidad nacional. A Cristina Mendoza le gusta mucho este cuadro. Pero sólo por lo que hay de su vida y no de la vida de los pueblos.
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