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Tribuna
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Fe de erratas

¿Es la vida humana una inevitable cadena de errores jalonada de aciertos efímeros y en todo caso parciales? Probablemente sí. ¿Error de nacimiento, de lugar y de época? No lo sé. Pero sí de contexto, al menos en lo que me concierne; ocultación del trauma inicial de la orfandad, adoctrinamiento indigesto, educación paupérrima, aprehensión tardía. Siempre a destiempo y a redropelo de algo: de cuanto nos etiqueta por fuerza y nos asigna una máscara. ¿Cómo pude sortear, me pregunto a veces, tal cúmulo de obstáculos, tal confabulación nefasta de azares y circunstancias?

Mirar atrás, desde el acechadero de la edad, no invita al optimismo. Nuestra época es catastrófica, desde luego, mas ¿no lo fueron también las que la precedieron? El tiempo embellece lo pasado y le confiere una pátina de nobleza engañosa, de un relato con coletilla didáctica en el que horrores y errores son vaciados de su substancia y descargados del peso de una abrumadora culpabilidad. ¿Qué importa cuanto hicieron nuestros padres y ancestros si creemos haber alcanzado una cumbre, en la que todo comienza y acaba con nosotros? El relato aguado de la Guerra Civil de 1936-39 se equipara al de las lejanas guerras carlistas, sin distinguir entre culpables y víctimas; las tropelías de la historia se compendian en un cínico vae victis! El desorden casi general del planeta, la persistencia tenaz de fundamentalismos mortíferos, destrucción acelerada de la naturaleza, venganza de los antiguos perdedores contra su propio pasado -de pueblos antaño exterminados contra quienes nada tuvieron que ver con su persecución y martirio; de emigrantes humildes de ayer contra los que hoy emigran-, nos retrotraen al universo de ruido y furia de la tragedia griega o, más cerca de nosotros, al mundo despiadado de La Celestina. La rapacidad y egoísmo de los escasamente humanos siguen siendo los mismos que hace miles de años, al hilo de las civilizaciones pujantes o hundidas.

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Pesimismo, sí, pero lucidez. Lucidez fruto del pesimismo. ¿Se puede calar en la novela póstuma de Tolstói y contemplar con los brazos cruzados cuanto acaece en el Cáucaso? ¿Recorrer la trama de El corazón de las tinieblas y asistir sin pestañear a la reiteración de matanzas y expolios en el ámbito donde se sitúa el libro? ¿Leer a Edward Said y pasar la página del periódico con la crónica diaria de la humillación y sufrimiento de los palestinos? Hoy no podemos ya alegar ignorancia: la información instantánea a través de la Red y los canales televisivos de atentados terroristas, bombardeos ciegos, brutalidades y abusos de quienes se creen investidos de un "destino manifiesto" y nos arrastran a la espiral de violencia engendrada por su arrogancia, penetran en nuestros hogares como un producto de consumo más, en el mismo paquete que las emisiones destinadas a embrutecer aún, si cabe, al público que zapea con el mando a distancia: publicidad machacona que rebaja al ciudadano a una subespecie de yonqui y, como señaló William Burroughs, en vez de venderle la mercancía a él, lo vende, a él a la mercancía; muerte en directo, degüello de rehenes transmitido en tiempo real, planos de cadáveres muy poco exquisitos, niños y madres destrozados por bombas, desplome espectacular de rascacielos y de cuerpos lanzados al vacío, todas las crueldades y crímenes de nuestros semejantes difundidos y trivializados.

Esta dura lección sobre lo que fuimos, somos y verosímilmente seremos está a la vista de todos. ¿Reaccionaremos frente a ella? En términos generales, no. Por principio, sólo mueren los otros. Contemplamos los toros, la tortura "artística" de las reses, desde la comodidad de la barrera y no desde la arena misma. ¿Quién podía imaginar hace 10 años que el horror del asedio de Sarajevo nos afectaría a nosotros un día? ¿Que el martirio de la capital bosnia repercutiría tal vez, por un encadenamiento soterrado de circunstancias, en la explosión mortífera de los trenes en la estación madrileña de Atocha? Nadie ni nada está a salvo de la barbarie. La mundialización económica y tecnológica del planeta repercuten en todos los niveles de nuestra existencia. Ventajas condignas a la libre circulación de capitales y bienes, pero no de personas. Y, junto a eso, producto de eso, repliegues identitarios de quienes se sienten amenazados por ella; radicalización de los particularismos, migraciones al mundo económicamente desarrollado; tráfico mafioso de seres humanos; rivalidades étnicas y tribales fomentadas por los fabricantes de armas; corrupción, rapiña de bienes públicos y operaciones financieras inconfesables a la sombra de deliciosos paraísos fiscales y en las zonas de fractura brutal entre el Primer Mundo y el llamado engañosamente en vías de desarrollo: estrecho de Gibraltar, Tijuana, Río Grande, Pantelaria, Fuerteventura, costas caribeñas, mediterráneas y adriáticas...

Estamos atrapados entre la estupidez por receta médica y la brutalidad del mundo. Lo real y lo virtual se confunden; la tan encomiada "privacidad" es pública hasta la náusea y lo que entendíamos por valores y servicios públicos son barridos a la esfera de lo privado. ¿Cabe un resquicio entre ambos? Tal vez sí, me digo, pero minúsculo. Y a continuación me corrijo: basta una hendidura en el muro para que se cuele un rayo de luz e ilumine el magma confuso que nos envisca y degrada. Un libro de poemas, una obra musical, un simple artículo de periódico, pueden abrirnos los ojos e introducir una emoción, un razonamiento esclarecedor en nuestra amenazada existencia de ciudadanos.

Pero la cultura no impide los atropellos del poder político y económico ni su impulso rapaz de apropiarse de las riquezas naturales del mundo e hipotecar su ya precario futuro. Tampoco evitará las migraciones masivas de quienes huyen del hambre ni el hambre mismo. Con todo, como dijo bellamente Artaud en una frase que no me canso de repetir, el verdadero reto del creador será el de "extraer de la cultura una fuerza idéntica a la del hambre". Tal ha sido la lección de algunos grandes novelistas, poetas, intelectuales y artistas del pasado siglo. La energía contagiosa, subversiva, de quien se mantiene fiel a su conciencia crítica y, en virtud de ello, no se deja sobornar por el éxito ni cede a la vanagloria de una inmortalidad programada. Cuando el espectáculo de nuestro Parnaso me abruma, leo, como Julián Ríos, por razones de higiene, la correspondencia de Flaubert.

Vuelvo al comienzo, a la sucesión de traspiés y desaciertos de mi vida, a la fe de erratas que plagan su texto. Siempre he vivido a destiempo. La cultura de la familia materna que me correspondía por herencia me fue escamoteada por la Guerra Civil. El adoctrinamiento nacional católico al que me sometieron en la década de los cuarenta no apagó por fortuna mi sed de lecturas, pero las redujo y las condicionó.El castellano de la burguesía barcelonesa era a menudo pobre, y el francés y el catalán que debía haber poseído de niño no formaban parte de una supuesta instrucción de la que no saqué cosa de provecho para ejercitar mi inteligencia ni alquitarar mis gustos. A partir de los quince o dieciséis años empecé a leer ávidamente, de forma desordenada, las literaturas del mundo, de ordinario mal traducidas, e inicié una larga y azarosa carrera de autodidacta. Aprendí a solas el francés, aunque, como fue el caso de Buñuel, nunca he logrado suavizar la ferocidad de mi acento. Un encuentro casual con Guy Debord durante mi primer salto a París no produjo sus frutos, sino mucho más tarde: él me proponía una contraeducación radical, una visión corrosiva de la cultura imperante, cuando yo buscaba, al contrario, ponerme al día, escapar de la asfixia de un sistema político represivo y con escasas lumbreras abiertas al exterior: leer a Gide, Proust, Malraux, Sartre, Camus, ver los filmes y obras de teatro que él condenaba. Corrí entonces, al instalarme definitivamente en Francia en otoño de 1956, el riesgo de convertirme en un autor de moda, catapultado sin méritos propios al centro de la escena literaria parisiense, de ser un Goytisalaud -creo que me llamo así en una de sus tertulias-, como tantos otros que revolotean como aturdidas falenas en torno a las luces de la fauna mediática. El ejemplo cercano del rigor ético y literario de Genet me salvó. Decidí abandonar la brillantez de la pasarela y refugiarme en la periferia, escoger el texto literario frente al producto editorial. Y al punto advertí, consternado, mis inexcusables desfases y errores de navegación. En mi rechazo de lo español, asociado a Franco y su Iglesia, no me había acercado al árbol frondoso de nuestra literatura ni leído a quienes pronto se convertirían en mis inseparables maestros: el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Francisco Delicado, San Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora y, sobre todo, Cervantes, el genial fundador de la novela moderna. ¡Cuando calé al fin en sus obras había cumplido la treintena! Aproveché entonces la libertad que concede el exilio no para forjar, como leo a menudo, un anticanon heterodoxo, sino para recuperar los ramajes brutalmente seccionados del tronco y considerar el árbol de manera distinta. A partir de la destrucción liberadora de Don Julián, el diálogo fructífero con el árbol ha polinizado mi escritura con sus semillas y esporas e inyectado quizá nueva vida a los autores releídos por mí sin las habituales anteojeras de la crítica normativa oficial. Como nunca he tratado de trepar por el escalafón ni hacer carrera en el Parnaso, los malentendidos, lecturas sesgadas, agravios misoneístas ni acusaciones de lesa patria que ello acarrea me inquietan demasiado. Los ataques a una obra muestran a contrariis su vitalidad y energía, una vitalidad y energía que perturban a quienes se sienten amenazados por su poder revulsivo o por su novedad. Pero vuelvo a la década de los sesenta, a la brusca toma de conciencia de mis deficiencias y pasos en falso. Tampoco había leído a Joyce ni a Faulkner en su idioma original, y me lancé con tres lustros de retraso al estudio del inglés, lo que me permitió además, más tarde, traducir e incorporar al árbol de nuestras letras la obra magistral, arrinconada y maldita, de Blanco White. A tantas y tantas lagunas, habría que añadir aún el escarmiento político con la experiencia concreta del 'socialismo real' y la admisión tardía y difícil de mi homosexualidad. Los posibles aciertos de mi obra madura se produjeron a raíz de una percepción aguda de estas limitaciones y fracasos. La visión de la lengua y cultura hispánicas a la luz de otras modificó mi percepción de las mismas y la escala de valores consensuada. Mejor equivocarme por mi cuenta, me dije al fin, que tener razón por rutina o consigna. El acercamiento a las espléndidas literaturas de Iberoamérica, desde sus textos fundacionales a esta floración asombrosa de grandes novelistas del pasado siglo en el ámbito fecundado por Borges, Lezama Lima, Rulfo y Guimaraes Rosa; mi inmediatez a la cultura árabe -en particular a sus raíces orales y sus vertientes erótica y mística-; el interés aguijador por el mundo turco e iranio, son facetas y etapas de un continuo ejercicio autodidacta basado tanto en la concepción de una cultura, de todas las culturas, como suma de las influencias exteriores que han recibido a lo largo de su historia, como de un ajuste de cuentas conmigo mismo. La mezcolanza interior, la complejidad pacientemente adquirida, no admiten homogeneización alguna. Todo reductivismo sería una forma de opresión. El yo es una adición de yos que se superponen sin borrarse: soy barcelonés, he sido parisiense; soy marrakchí, he sido neoyorquino; soy español, a menudo sin ganas, como dijo Cernuda, y desde las últimas elecciones, honrado de serlo... Migración interior, perpetuum mobile, un largo trecho sembrado de trampas en las que a veces he caído, pero de las que por suerte he logrado escapar. Admisión de errores, tachaduras, enmiendas, cambios de rumbo: una lucha sin fin. Si el libro de una vida es un texto tipográfico compuesto de un indeterminado y aleatorio número de páginas, habrá que leerlo en mi caso con precaución e incluir en él, prudentemente, una melancólica fe de erratas.

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