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Columna
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Sombras nada más

La tarde que a Madrid se le fundieron los plomos -el jueves de la semana anterior-, yo venía de comprar la última obra del escritor sueco de novela policiaca Henning Mankell, titulada Cortafuegos, y me disponía a leerla en el ferrocarril metropolitano; estaba todavía con el texto de la contraportada, que es como la carta del restaurante y sirve para abrir el apetito de lectura, cuando el vagón se paró a la mitad del túnel.

Entre las muchas virtudes de este narrador escandinavo consta la de romper con los tópicos que acumulamos sobre el gélido y civilizado paraíso sueco, la sociedad que retrata el depresivo, maduro y solitario inspector Wallander se parece más al infierno.

En Suecia no pasan esas cosas, hubiera pensado unos años atrás, antes de que Mankell me abriera los ojos con la constatación de las miserias cotidianas de sus conciudadanos, reflejadas por ejemplo en esa máquina de café de la comisaría que casi nunca funciona o en los continuos fallos de los sistemas de calefacción.

Por su parte, los amigos del policía viven esperando la jubilación para emigrar a países más cálidos y amables, desencantados, como él, por el deterioro de un modelo de sociedad que unas décadas atrás fue paradigma de excelencias y foco de generalizadas envidias.

Cuando la luz se hizo de nuevo, sentado en mi casa, emprendí por fin la aplazada lectura de Cortafuegos y me encontré, ¡oh dios de las casualidades! , con la apocalíptica descripción de un apagón eléctrico que dejaba en sombras gran parte de la península de Escania.

En este caso, el fallo se debe a un cortocircuito provocado por el cadáver carbonizado de la víctima de un grupo de siniestros ecoterroristas que están urdiendo un plan para acabar con el sistema monetario internacional a través de los ordenadores.

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Las causas del apagón madrileño tienen menos misterio que el que describe el escritor escandinavo y no darían para una novela de intriga, todo lo más para una farsa de despropósitos; los malos de nuestra historia no son ni ecologistas, ni terroristas, sino respetables accionistas y directivos de compañías eléctricas, privatizadas y mimadas por la Administración anterior.

Las polémicas y cuantiosas subvenciones que el Gobierno de José María Aznar entregó a las empresas para que afrontaran los procelosos mares de la libre competencia no se han invertido en modernizar las obsoletas infraestructuras, de una combustibilidad más que demostrada: la subestación que ardió el otro día ya se había quemado en el año de 1999 y la que se incendió el pasado verano, concretamente el 15 de julio en la calle de Almadén, acumulaba varios informes que denunciaban su obsolescencia y advertían de los posibles riesgos. Los accionistas prefirieron los dividendos a los kilovatios y el lucro personal al beneficio colectivo.

Reflexiona el tan sueco inspector Wallander de la novela sobre la vulnerabilidad de las ciudades y de las sociedades "modernas" en las que un fallo mínimo puede desembocar en una catástrofe de enormes proporciones.

En el caso madrileño, el riesgo que se corre no es el precio del progreso -como se nos quiere hacer creer-, sino más bien el desprecio que los gestores públicos y privados muestran por la seguridad y el bienestar de sus clientes.

Sombras de noviembre, otro día a marcar en el calendario con tinta negra. Dejo la lectura de Cortafuegos agradecido a la luz y al calor que han regresado y para comprobar que todo está en orden enciendo la televisión.

En la cadena Telemadrid hablan de la tradición de representar Don Juan Tenorio por estas fechas y compruebo la desgraciada actualidad de algunos de los versos de José de Zorrilla.

El "cuán gritan esos malditos" sirve para todas las estaciones y para todos los días del año, pero hoy ha crecido la marea sónica y en los colosales atascos incrementados por el apagón, bocinas y sirenas clamaron al cielo con espantoso estruendo. Para las imágenes del incendio eléctrico y el caos general sirvan otros: "Aquí fuego, aquí ceniza / el cabello se me eriza".

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