Muy pronto para el ayer
En uno de los pasajes de su obra En torno al casticismo, escribía Unamuno que nunca se debería dejar de repetir que "la historia del pasado solamente sirve en cuanto nos lleva a la revelación del presente". Sabiendo lo que ayer pasó ha de conducirnos a la conclusión de lo que ahora conviene hacer u omitir. Y cuando empleo el término ayer es, precisamente, para señalar la cercanía de dicho pasado. Ocurre, empero, en el caso de los grandes episodios de nuestro siglo XX (la II República, la Guerra Civil y el franquismo) que no se da la finalidad unamuniana. En vez de conocer, de bien conocer y estudiar el inmediato pasado para que nos sirva de experiencia en el bien hacer del presente y el futuro, lo que solemos hacer es usarlo, refrescarlo y hasta manipularlo para que sirva de arma arrojadiza en la lucha política del momento actual. Nunca hemos llegado a saber asumir el pasado como tal, con sus zonas de luz y sus zonas de sombra, dejarlo ahí y caminar rescatando ilusiones que sirvan para embarcar a los ciudadanos en un futuro prometedor. Todo lo más, lo que oímos es la duda. Duda entendida como un "puede ser" que parece no depender de nuestro esfuerzo, sino de una u otra circunstancia ajena. Por ello nuestro cobijo en lo que pasó. Ortega ampliaba lo dicho así: "Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre el porvenir".
En esta línea, está clara para cualquier seguidor de librerías, la auténtica invasión de libros sobre la Guerra Civil y sobre el franquismo. Y como también somos un país de bandazos, de siempre querer empezar de nuevo y de intentar "mudarlo todo" cada cierto tiempo (siendo esta pretensión tan absolutamente innecesaria como prácticamente imposible: nunca se cambia un país únicamente por medio de las leyes), ese curioso aludido podrá comprobar que la auténtica hemorragia bibliográfica a la que me refiero suele tener dos notas constantes. El análisis de las represiones habidas en la guerra y en la posguerra por parte del bando vencedor de la contienda, por un lado, y el carácter localista, más o menos amplio, del estudio. Los mismos títulos así lo anuncian: "la guerra civil en", "historia de la represión en", etcétera.
En los trabajos de esta España de los cinco primeros decenios del siglo XX (a los que he dedicado, desde mi vertiente metodológica, gran parte de mis investigaciones) se pueden distinguir tres fases bien delimitadas. Los años de la prohibición más o menos encubierta, fase en que, tanto en la docencia como en la investigación, la historia de España se acababa a fines del siglo XIX, con un curioso final dedicado al elogio del 18 de julio de 1936 en todos sus aspectos. En el campo universitario cada enseñante solventaba este tema como podía, siendo lo más frecuente el cobijo en el Derecho Constitucional Comparado, algo lamentablemente perdido en los planes de estudio de la actualidad, o en lo que aquel ilustre profesor vallisoletano definía como "quedarse en el burladero de Maquiavelo". En segundo lugar, la segunda fase, que cubre sobre todo los años sesenta, el recurso a la gran labor de los hispanistas. Mejores o peores, gozaron de más facilidades y de más medios que los jóvenes investigadores españoles. Fueron los años clave para el Ruedo Ibérico y el singular estraperlo de libros que entraban a mano, bien escondidos tal que si fueran peligrosas drogas, pero que terminaban divulgándose por las librerías "progres" con la implícita tolerancia del Régimen. Y, en fin, la fase que comienza en los setenta y que se acentúa en la actualidad: la recuperación, sin matices, de la segunda República, las barbaridades de la guerra y posguerra en alguna parte de la geografía patria y algunos estudios centrados en la figura de Franco.
Hace ya decenios y decenios que el sabio y, a la vez, voluble pueblo español aprendió el decir de que cada uno contaba la feria según le había ido en ella. Y esta reciente feria española mostraba el mismo signo. Se trataba de ver en qué zona se había sufrido la guerra, quién tenía o no tenía un antepasado preso o muerto y por cuál de los dos bandos, qué grado de venganzas y atropellos se debieron no a la ideología triunfante, sino a rencores y envidias en los pueblos, cuántas familias enfrentadas desde tiempos atrás habían aprovechado la ocasión, etcétera. En suma, lo que siempre es, aquí y allá, una guerra civil. En sus antecedentes inmediatos y en sus consiguientes postrimerías. ¡Somos tantos los españoles que, por edad, no vivimos los hechos, pero que nuestros mayores, que sí los vivieron en un bando o en otro, han empleado horas y horas en contarlos por doquier! Y cada uno según el resultado de la feria, naturalmente. Y con la interpretación por medio. Lo apuntaba con sagacidad Gregorio Marañón: "Aunque la verdad de los hechos resplandezca, siempre se batirán los hombres en la trinchera sutil de las interpretaciones".
Dejemos, por ello, la interpretación a los ilustres investigadores. Pensemos que el pasado hay que asumirlo, quizá cada uno masticando su verdad. Que bien puede no ser la verdad. Estudiemos a fondo, con datos y cifras, lo que fue y lo que pasó. Sin pasar factura a los muertos ni a los que le dieron tal condición. En el fondo, lo que ocurre a partir de 1931 es el enfrentamiento, primero poco a poco y luego con lágrimas y sangres, de dos Españas que estaban viviendo en permanente discordia desde mucho antes. Y es muy posible que tenga razón Rosales cuando escribe que "una sociedad que soporta una dictadura es una sociedad enferma para varias generaciones". Por eso, porque dura esa enfermedad es por lo que no tiene sentido, tan pronto y con muchos protagonistas vivos, resucitar el pasado y volver a utilizarlo en la contienda política.
Y es que llegó un día un Rey, precisamente puesto por Franco, que pregonó a los cuatro vientos que quería ser el Rey de todos los españoles. De todos. De los de dentro y de los de fuera. Pensaran como pensaran y hubieran hecho lo que hubieran hecho. No, no hubo "olvidos" en la transición que, incomprensiblemente, algunos parece que quieren repetir. Conocer bien la historia comienza por liberarse de las valoraciones previas, larvadas o manifiestas. Y, acto seguido, crear nuevas y limpias ilusiones para esta democracia que se nos está tornando flor mustia demasiado temprano quizá por estar mirando tanto y tan pronto a un ayer que muchos creímos que lo era de verdad. Lo contrario es el hispánico apasionamiento del que también hablara Ortega y que nunca nos ha servido para nada.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.
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