Grullas
TRAS DECIDIR que el hermoso cuenco de laca roja de más de 300 años de antigüedad, del taller de Shino, que había recibido como regalo de la que fuera amante de su difunto padre y, después, circunstancialmente, también suya, justo tras la muerte de ésta, no debería ser ya usado como taza de té, sino como jarrón floral, el joven Kikuji eligió una campanilla de color añil como su primer aderezo. Le gustó, sin más, el contraste del azul profundo de la flor silvestre y el verde brillante de su tallo con el rojizo tono desgastado del cuenco centenario, pero, al observarlo durante un rato, no pudo dejar de pensar en que este recipiente, que había pasado de mano en mano durante tres siglos, ahora albergaba una florecilla que se marchitaría en apenas una mañana. Aún no sabía Kikuji nada sobre el extraño poder de estos antiquísimos objetos para moldear el destino de sus sucesivos dueños, condenados a languidecer rápidamente frente a una frágil taza, no obstante, más duradera.
Como poseído por el sortilegio de lo vivido por los dueños anteriores de este cuenco, entre los que se encontraba su propio padre y sus amantes, Kikuji se verá enredado en una historia erótica anunciada, pero que no tiene más solución que el impenetrable enigma legado por los que han muerto, cuya yerta elocuencia es similar a la de una taza, que pasa a nuestra propiedad y tan sólo se nos permite su cuidado. Kikuji es el protagonista de la novela Mil grullas (Emecé), del escritor japonés Yasunari Kawabata (1899-1971), cuya propia historia personal no tuvo tampoco solución, no porque decidiera suicidarse a los 72 años, tras haber recibido el Premio Nobel de Literatura en 1968, ni tampoco, como insisten sus biógrafos, porque perdiera a toda su familia a muy corta edad, quedando así lastrado por un imborrable regusto amargo de orfandad, sino, sobre todo, porque, como la mayoría de artistas de su generación, la trágica historia de su país en la época contemporánea deshizo su identidad y, por tanto, su capacidad o interés de supervivencia.
Al final del relato, la joven Fumiko, hija de la que fuera amante de su padre y también suya, y, por consiguiente, quien le donó el cuenco Shino de su madre, lo rompe tras entregarse a Kikuji para luego desaparecer sin dejar rastro. Los tazones de té de 300 o 400 años de antigüedad pueden estar en buen estado de conservación y no evocar pensamientos mórbidos, pero "la vida, sin embargo, parecía extenderse tensa por encima de ellos, de una manera casi sensual", tal y como se posó sobre uno, cierto día, una campanilla de color añil y tallo verde, cuyo resplandor apenas alumbró una mañana. El diseño estampado de grullas, que sirve como título a la novela de Kawabata, es un símbolo de longevidad, pero, cuando ya nadie existe alrededor con quien poder compartir un legado, tan sólo cabe describir la experiencia melancólica de la pérdida, tiñéndola con el más apasionado fervor vital, con la ansiosa marca del deseo que universalmente nos habita, aunque este relato carezca de solución de continuidad. Es así como, estacionalmente, remontan el vuelo las grullas, dejando a su paso el rastro perdido del arte, que sobrevive en inexplicables cuencos desportillados, frágiles voces del tiempo que se cuidan o se pueden estrellar.
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