Piii-piii
La comparecencia del ciudadano Aznar, en pleno uso de su bufanda de casimir y de su abrigo de pelo de camello (inolvidable prenda lucida por Marlon Brando en su película de París; lo de ahora es más bien una versión redicha de La última milonga en Georgetown), tuvo la virtud de derramar la gota de acíbar culminante en el túmulo de una jornada, la del martes, que resultó jodidamente, piii-piii, jodidamente jodida. Uno de esos días cuya asimilación moral requiere la ingestión de, al menos, un par de valiums.
Empecé haciéndome a la idea (nunca creí que llegaría semejante momento) de que no me alegra en lo más mínimo el ascenso social de una mujer negra, piii-piii, o afroamericana. Malditos sean. Sólo a las retorcidas mentes del neoconismo se les podría ocurrir una perversidad así: usar a los racistas de otra raza (Condi Rice ha declarado que todos los negros, piii-piii, tuvieron tantas oportunidades en la vida como ella) y a las machistas del otro sexo para reforzar los valores eternos de familia tradicional y hazañas bélicas. Los israelíes aguardan de Rice que se alinee con su bando, y el oficialismo palestino espera de su feminidad una manita más blanda. Recuerden que el oficialismo palestino siempre se ha equivocado en sus valoraciones.
Fue ver a Condi con Bush jr. en la foto de parabienes, y sentir en el cogote el inequívoco estremecimiento de quien asiste a una celebración preventiva de El beso de la muerte: el beso para ellos, la muerte para los demás. No haré hincapié, no quiero ponerme frenética, en el cabello desarraigado a la plancha y con puntitas hacia arriba estilo Pleasantville. Dicen que la nueva dama de hierro (qué bien calan, los hombres que suelen auparlas al poder, a las bitches metálicas estas) es muy inteligente y toca el piano. Nos hallamos, por consiguiente, ante un caso de Sentido Sin Sensibilidad en versión Alabama, tan claro que resulta casi obsoleto. Pobre Moratinos.
A la hora de las únicas imágenes de iraquíes jodidamente piii-piii muertos en Faluya, opté por sacarme a mí misma a bailar el Réquiem de Mozart. Y así estaba cuando el ciudadano Aznar volvió de Transilvania, o do sea que mora entre conferencias, y desenvainó su propia insensibilidad.
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