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Columna
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El que escucha a las piedras

Rafael Argullol

En uno de los relatos de Historias del Buen Dios, Rainer Maria Rilke imagina a Miguel Ángel mientras trabaja con su cincel el mármol en busca de una forma divina. Es una ficción que, de hecho, el propio artista florentino había alimentado en su época según expresa en sus poemas y, convertido ya en leyenda, atestigua Vasari en su Vidas. Miguel Ángel tenía una idea radical de la escultura. Una estatua para él no era una construcción, sino un desnudamiento de la piedra, la cual, liberada de las capas exteriores, dejaba por fin al descubierto su pureza original. El escultor -para Miguel Ángel, el artista por antonomasia- era, por encima de todo, un descubridor del "alma de la piedra". Su éxito, por tanto, dependía de su poder liberador, de su capacidad para aligerar la materia y hacerla volar.

Es probable que las impactantes anatomías fragmentadas de Rodin sean herederas de los misteriosos 'non-finito' de Miguel Ángel

La contemplación de las enormes esculturas de Miguel Ángel contradice en apariencia esta afirmación. Pero es una cuestión de escala que sólo se puede juzgar con relación a la desmesura de los objetivos: aunque el David pueda parecernos descomunal, apenas puede compararse con algunos sueños de piedra concebidos por el artista. En uno de sus frecuentes viajes a Carrara, Miguel Ángel, que participaba personalmente en el tallado de los bloques de mármol, apostó por el mayor de sus delirios cuando acarició el proyecto de cincelar la entera montaña. Aquella debía ser la gran liberación puesto que lo que aparecería ante el mundo sería el alma de la montaña.

Más cauto y más atormentado, el viejo Miguel Ángel, consagrado para los demás y fracasado para él mismo, llegó a la conclusión de que su ideal liberador a través de la escultura nunca podría ser realizado. Lo divino nunca podría ser arrancado de la entraña de la piedra. En consecuencia, optó por dejar sus obras inacabadas, formas atrapadas en el mármol que reflejaban los límites del hombre ante la creación. De esa etapa final proceden las esculturas semiprisioneras y misteriosas de la Pietà Rondanini y la Pietà Palestrina.

Al margen de esta concepción fronteriza, que constituye una de las poéticas más apasionantes de la historia del arte, resulta llamativa la insistencia de Miguel Ángel en un aprendizaje completamente singular. El escultor, antes que nada, debe aprender "a escuchar la piedra". Sólo el que pacientemente lo consiga estará en condiciones de desnudar la materia.

En el relato de Rilke, Miguel Ángel, que se afana en escuchar el mensaje de la piedra, busca laboriosamente la complicidad de un ayudante enigmático que guíe su mano ante el mármol: "¿Quién, Dios mío, sino tú?". A Rilke, al evocarlo, le interesa poner de relevancia la conjunción entre los dos factores que permitían la existencia del arte: el trabajo, llevado incluso hasta el agotamiento, y el enigma, vinculado en el cuento a la revelación de la piedra.

Rainer Maria Rilke, en consecuencia, se refugia en la autoridad de Miguel Ángel para exponer sus propios principios. Pero entre ellos permanece el gran mediador, August Rodin, quien, al parecer, contó al poeta los episodios legendarios de la vida de Miguel Ángel y, en especial, la peculiar inclinación que dio título a su narración Aquel que escuchaba a las piedras. Junto a la de Tolstoi, la influencia de Rodin fue las más perdurable en la vida de Rilke, incluso después de la violenta ruptura entre ambos (Rodin, a decir verdad, se deshizo de Rilke).

August Rodin, a quienes tantos trataban de emular, fomentó una auténtica constelación artística a su alrededor, una maestría quizá incomprensible en nuestro tiempo, pero que en el suyo no era imposible, como precisamente demuestra también el caso de Tolstoi (lo recuerda la actual exposición de Caixafòrum, Rodin: la revolución de la escultura). Sin embargo, él sólo tenía un modelo absoluto: Miguel Ángel. En sus ensayos sobre el escultor francés, Rilke ha explicado pormenorizadamente esta relación que marcó la larga e intensísima trayectoria de Rodin. Ha sido, con mucha probabilidad, el mayor diálogo de la historia de la escultura.

A Rodin no le interesaba el clasicismo que ocultaba las tensiones interiores bajo una apariencia de elegante armonía. Por el contrario, sus desnudos buscan expresar una pulsión similar a la perseguida por Miguel Ángel. En este sentido su obra maestra, La puerta del infierno, es una declaración de principios pese a que debemos sustituir el cristianismo miguelangeliano por una visión laica y, en ocasiones, pagana. Es muy probable, asimismo, que las impactantes anatomías fragmentadas de Rodin sean herederas directas de los misteriosos non-finito del gran artista florentino.

Con todo, quizá el más decisivo influjo sea invisible y tenga que ver con la "escuela de piedra" de la que habla Rilke en su relato. Como para Miguel Ángel, para Rodin sólo el trabajo es el camino hacia la inspiración y el enigma. Más que al artista moderno, confiado a las veleidades de la originalidad, el escultor francés admiraba al anónimo artesano medieval que, atento a la lección de piedra, cedía su maestría al esfuerzo colectivo que representaba la construcción de la catedral.

Tras tanta arrogancia creativa, quizá debiéramos hacer nuestra su reivindicación del aprendiz: "A menudo en las cosas más modestas es donde uno aprende más. El trabajo es misterioso. Se entrega a los pacientes y a los sencillos, y se niega a los apresurados y a los vanidosos. Se entrega al aprendiz".

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