¡Qué bien me siento! ¡Pero qué bien me encuentro!
Por lo visto, Chateaubriand dijo en cierta ocasión que le gustaría tener una antología de las últimas palabras de hombres célebres. ¿Para qué querría eso? ¿Y por qué sólo de hombres célebres? Acaba de publicarse ese libro que pedía Chateaubriand. En la contraportada del Diccionario de últimas palabras, de Werner Fuld (Seix Barral), se nos explica por qué solo de hombres célebres. Es debido a que muchas veces a las últimas palabras de grandes personalidades se les da una significación especial, visionaria. Ahí tenemos, por ejemplo, el famoso "más luz" de Goethe, que siempre se interpretó simbólicamente cuando en realidad el escritor sólo pedía que abrieran las contraventanas.
Teniendo en cuenta las posibilidades que tiene un libro sobre el tema, este de Werner Fuld no saca partido del material que maneja. Es una antología muy envarada, pomposa, sin humor, o, mejor dicho, con un humor alemán que nos recuerda aquello que decía un amigo de Chateaubriand: "Cuando un alemán quiere ser gracioso se tira por la ventana". Recoge, en cualquier caso, frases y situaciones inestimables. El caso de Luis Buñuel, por ejemplo, que fue internado por la tarde en un hospital de México y cuando a la mañana siguiente despertó, su mujer le preguntó cómo le iba. "Me muero", respondió. Y se murió. Otro ejemplo curioso es el de la escritora supervanguardista Gertrude Stein, la inventora de la sublime frase "una rosa es una rosa es una rosa es una rosa". Hablando, en el último trance, preguntó a los que la rodeaban: "¿Cuál es la respuesta?". Nadie supo qué contestarle. "En ese caso, ¿cuál es la pregunta?", dijo, y cayó en redondo.
He echado en falta una serie de últimas palabras que me divierten más que muchas de las que Fuld cita en el libro. El caso de Buster Keaton, por ejemplo. Fue una muerte ejemplar. Un amigo, junto a su cama de enfermo, observó: "Ya no vive". "Para saberlo", dijo otro amigo, "hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos". "Juana de Arco, no", dijo Buster Keaton, y quedó muerto.
Tampoco he encontrado en el libro otra muerte cargada de suave humor, la de Ítalo Svevo, el gran escritor de Trieste, que se pasó la vida tratando de dejar de fumar. Fue atropellado por un coche y, ya en el hospital, agonizante, pidió un cigarrillo a su yerno, que se lo negó. "Sería el último", le dijo Svevo.
Ausencia también en el libro de las últimas palabras del músico Rossini, que, abatido de dolores en el lecho de muerte, interrumpió así la lectura de la extremaunción que le estaba impartiendo un cura: "Padre, ¿sabe que tiene usted una voz muy pero que muy bonita?". Las últimas palabras de Oscar Wilde sí las recoge Fuld. También hay un lecho de muerte y, en este caso, dos médicos: "Muero como he vivido siempre... por encima de mis posibilidades". Y también recoge, aunque sólo aproximadamente, las de Nikolái Rubinstein, fundador del Conservatorio de Moscú, un hombre que amaba la música y la buena vida pero que tenía un mal estomacal irremediable: "Quiero una docena de ostras bien frías y a continuación un helado". Tomó esto y luego dijo: "Estaba todo buenísimo". Y se murió.
Termino con el padre de Stravinski, cuyas últimas palabras también podrían haber estado en el libro. El padre del gran músico era un conocido bajo ruso y murió cantando con un entusiasmo extraordinario. Sus últimas palabras fueron: "¡Qué bien me siento! ¡Pero qué bien me encuentro!".
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