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Columna
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Eso que llaman el vientre materno

Sin duda Francesca Bonnemaison y el grupo de "damas cooperadoras" que en 1909 crearon la primera biblioteca popular de la mujer de toda Europa debían de ser mujeres sorprendentes. Es muy probable que las moviera el sentido de la caridad, concepción religiosa y elitista que hoy, por suerte, ha ido siendo sustituida por el concepto de solidaridad. Pero sin duda había más motivos para que las ilustres damas catalanas de principios de siglo, lejos de invertir en un centro de labores u otra actividad tradicionalmente ligada a la mujer tradicionalmente dominada, se dedicaran a la cultura. Dicen los escasos biógrafos que Francesca, culta, refinada y rica, estaba convencida del papel de la enseñanza como motor de la emancipación de la mujer, quizá algo influida por los ecos escasos del movimiento sufragista que llegaban a Barcelona. Lo cierto es que en la Barcelona de 1909, donde las mujeres no tenían acceso a la formación secundaria y su aprendizaje, si existía, estaba estrechamente vinculado a su destino vital e inapelable de esposas y madres, esa iniciativa fue osada, valiente y sin duda revolucionaria. No sé si Francesca conoció a Ferrer i Guàrdia, aunque vivió en la época de su condena y asesinato, pero seguro que obtuvo alguna influencia del genial pedagogo. El saber abría las puertas al pensar, y el pensar era el camino para la libertad. Y las mujeres de Francesca decidieron que querían mujeres cultas para conseguir mujeres libres.

¿Por qué nuestra sociedad continúa castigando a la maternidad?
Hemos conquistado el derecho a elegir y muchas elegimos la condición de madres

Cuando Anna Sallés habló en el viejo Institut del Teatre, hoy convertido en el Centre Francesca Bonnemaison, noté como una cierta serenidad en la sala. Ahí estaban mujeres relevantes de eso que llamamos la vida social catalana, encabezadas o quizá sólo acompañadas por Diana Garrigosa, mujer notable ella misma, aunque lleve el título de primera dama. Nos habíamos reunido para hablar de nuestra condición de madres, auspiciadas por el libro Condició de mare, que Ara Llibres acaba de publicar. Anna, quizá la viuda más ilustre y menos viuda de la historia de Cataluña, entendida esta última afirmación como un elogio a su calidad humana y a su vitalidad, hablaba de su decisión materna como un acto de elección.

Gemma Lienas, embutida en su síndrome, compartido, de conejo blanco (¿no vamos todas permanentemente abducidas por el reloj del conejito de Alicia?), comentaba la doble condición de madre y abuela. Y todas toditas, hablando como mujeres y madres, sabíamos que hablábamos un mismo lenguaje. Éramos mujeres emancipadas, probablemente exitosas en las diversas facetas de nuestras profesiones, distintas en sensibilidades, ideologías y hasta manías, puede que confrontadas en muchos aspectos, pero el jueves, bajo la tutela de Francesca Bonnemaison, todas éramos la misma.

La maternidad, valiente estafa durante siglos. Y no porque no haya permitido vidas felices, amores intensos e intensas emociones, sino porque, lejos de ser una elección, la maternidad fue para millones de mujeres a lo largo de los tiempos un destino vital obligatorio que las redimía de su baja condición de mujeres. Sólo las monjas, las putas y las tietes solteras podían permitirse estar exentas, y mayoritariamente tampoco ello era una elección. Hoy, después del largo camino que emprendió una mujer que huía de su casa de muñecas en el incomprendido universo de Ibsen, y después de tanta lucha, tanto dolor y tanta fuerza, las mujeres (occidentales) hemos conquistado los derechos fundamentales y, con ello, el derecho a la maternidad. Somos mujeres más allá de nuestro papel de madres y, sin duda, no ser madres ni resulta un estigma, ni reduce nuestra condición vital plena. Por ello, porque la maternidad es hoy una elección, más sometida a los vaivenes de la crueldad laboral (aún voraz con las madres) que a la obligación vital, hoy tiene sentido reivindicar el concepto. La maternidad ha sido desde la noche de los tiempos un pozo de demagogia religiosa y un paraguas donde se ha refugiado el paradigma social del dominio, y hoy hay que limpiar el concepto de las enormes mentiras que lo han acompañado durante siglos.

No somos más mujeres por ser madres. No estamos más realizadas, aunque muchas lo vivamos con intensidad, emoción y creatividad. No lo asumimos como un destino, sino como un elemento sustancial de nuestra vida compartida. Y aunque suframos, luchemos, nos preocupemos y disfrutemos como madres, como las madres de siempre, somos ante nuestros hijos lo que somos: mujeres. No es la condición de madre la que nos define, sino sólo la que nos complementa. Sin embargo, aunque todo lo dicho quede bien en las reflexiones, las presentaciones de libros y los artículos reivindicativos, lo cierto es que aún suena a música de Stravinski. ¿Que qué? Que las mujeres son mujeres más allá de su condición materna... Entonces, ¿por qué nuestra sociedad continúa castigando a la maternidad, obligando a las mujeres a dobles jornadas agotadoras, excluyéndolas fácilmente del mercado laboral, penalizándolas por ser mujeres con condición de madre? ¿Por qué aún es imposible soñar con la conciliación entre lo familiar y lo laboral? ¿Por qué nuestros hombres...?

Hemos conquistado el derecho a elegir. Y muchas elegimos, entre otras muchas condiciones, la condición de madres. Lo vivimos intensamente, arrogantemente, convencidamente, combativamente. Pero nos dejamos la piel. Porque aunque hemos conquistado la emancipación, el derecho, la libertad, aún estamos sometidas a la letra pequeña del contrato. Eso sí, el amor puede con todo y así vamos, como el conejo, corriendo como locas para serlo todo en la vida. La maternidad ya no es una estafa, ahora es una carrera de obstáculos.

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