El lío padre de la lengua madre
No hacía falta ser profeta para saber que Rodríguez Zapatero, guiado por el inefable ministro Moratinos, se metía en un berenjenal de no te menees al solicitar que la UE adoptase las lenguas cooficiales de España. "Es que no existen amores puros ni amigos que no exijan contrapartidas", escribía este articulista el pasado 29 de octubre en El Periódico de Catalunya, argumentando que "mientras Maragall y Carod Rovira muestran su lógica satisfacción en lo que al catalán se refiere, no les queda otra que escandalizarse luego por la segregación lingüística realizada con el valenciano".
Entonces, el lío sólo estaba iniciado. Pero era obvio que la insensata pretensión del presidente del Gobierno español de agradar a todo el mundo acabaría inevitablemente por agraviar a casi todos. "Visto lo visto", anticipaba uno, "hacer amigos no es difícil. Contentarlos siempre, en cambio, resultaba imposible".
Un precedente de este conflicto, a nivel mínimo -y en sentido inverso-, lo protagonizó hace más de dos años el director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha. Interpelado en el Senado por Josep Varela, representante de CiU, el director de la Academia recitó de memoria la definición del valenciano que da el diccionario de la RAE: "Una modalidad del catalán que se habla en gran parte del antiguo Reino de Valencia y que es allí sentida como lengua propia".
¡Dios, la que se armó! Soy recipiendario de alguna confidencia del atribulado director que me confesaba "no haber tomado partido", que se había limitado a "reproducir una definición académica" y que "reconocía el carácter oficial del valenciano, recogido en el Estatuto de Autonomía". Para remediar el desaguisado, el hombre recibió meses después en Madrid a bombo y platillo a una delegación de nuestra Academia Valenciana y hace sólo unos días ha acabado por firmar con el presidente Camps un convenio que reconoce la competencia de la Generalitat en el "enriquecimiento de las dos lenguas que conforman su rico patrimonio lingüístico, el valenciano y el castellano".
Lo que no había entendido García de la Concha cuando su imprudente intervención en el Senado ni, al parecer, tampoco Rodríguez Zapatero, es que lo de la lengua -de todas las lenguas- no es una cuestión filológica, sino emocional, de sentimientos y creencias. Tras mi intervención el otro día en una tertulia radiofónica y haber seguido desde fuera muchas otras, observo que esa misma falta de sensibilidad es compartida por la mayoría de filólogos de fin de semana y lingüistas de ocasión.
Así, no es de extrañar que los políticos acaben por usurpar la función de los académicos. Unos, como Maragall, vociferan su impotente desconcierto; otros, como Carod Rovira, llegan hasta la amenaza y el chantaje; algunos, como Francisco Camps, se crecen ante un regalo político que jamás hubiesen creído que se lo traerían ni los mismísimos Reyes Magos, y alguno más, como Joan Ignasi Pla, reconocen estar en fuera de juego, ya que "nadie me dijo nada ni sé qué es lo que se ha hablado" en la entrevista Zapatero-Carod.
Paradójicamente, quien ha permanecido más tranquila durante esta agitada controversia es la Academia Valenciana de la Lengua, donde, por cierto, coexisten y hasta conviven las concepciones más contrapuestas sobre el carácter del valenciano. Su única aportación doctrinal ha sido la de afirmar que el texto remitido por el Consell a Bruselas "se inscribe dentro del sistema lingüístico al cual pertenece el valenciano". Así que si la Generalitat de Cataluña lo ha asumido como propio, allá ellos.
A algunos, esta prudencia de la AVL les puede parecer cobardía, a falta de aportaciones suyas bien visibles sobre el futuro de nuestra lengua. Otros, en cambio, pensamos que es una pena y hasta una irresponsabilidad que se haya perturbado la función de la docta institución con la polémica política. Precisamente, el mayor mérito de los creadores de la Academia -el citado Pla y el ex presidente Zaplana- fue el dejar a las banderías fuera de la cuestión lingüística y confinar a ésta en el recinto académico. Aplacadas así las iras de unos y otros, hasta el catalanismo más expansionista se permitió enfundar las armas.
Por eso, el politizar de nuevo los sentimientos más profundos de la gente, me parece un dislate. Cuentan que, cuando la República, el Ateneo madrileño sometió a votación la existencia de Dios, quien habría ganado el escrutinio por el margen de un solo voto. De ser cierta la anécdota, reflejaría una absurda hipertrofia democrática. La existencia de un Ser Supremo depende de las creencias y de los sentimientos de la gente y no del resultado de una votación. Si supiésemos aplicarnos la moraleja de aquella historia al lío lingüístico de ahora, es que algo habríamos aprendido.
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