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Columna
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¿De quién es la victoria?

En la política, como en la matanza del cerdo, algunos se esfuerzan por aprovecharlo todo. El fenómeno ha sido especialmente visible a efectos domésticos en las elecciones norteamericanas del 2 de noviembre. Si hubiera ganado el candidato demócrata, se daba por descontado que José Blanco, secretario de Organización de la Ejecutiva socialista y sus compañeros de Ferraz habrían interpretado la victoria de John F. Kerry en términos de venturosa confirmación de sus propias tesis, las que les dieron el triunfo el 14 de marzo anterior. Pero como ha sido reelegido para un segundo mandato el presidente George W. Bush, han sido los del PP y más que ninguno su presidente de honor, José María Aznar, los que se han apoderado de ese resultado como si fuera suyo y viniera a darles satisfacción a posteriori.

Así que conviene indagar en estas apropiaciones primarias para comprobar si resisten un mínimo análisis. Porque un examen comparativo a dos columnas nos diría que la política de Aznar es la del déficit cero establecido por ley, la disciplina presupuestaria, la contención del gasto público, la recuperación de las cuentas de la Seguridad Social hasta situarlas en el superávit, el refuerzo de las garantías para el sistema estatal de pensiones mediante el cumplimiento del Pacto de Toledo y la adición de nuevas reservas, la apuesta por la liberalización de la economía y de los servicios, la disminución de los índices de paro, la reducción de los impuestos que conduce al incremento de la recaudación fiscal, la prédica de la honradez y la transparencia en contraste con la colusión de intereses heredada en los contratos y empresas del Estado y por ahí adelante.

Mientras que, por el contrario, el primer mandato de Bush ha sido caracterizado por el déficit galopante, el despilfarro en los gastos militares, el establecimiento de subvenciones a la agricultura o el acero, la ayuda a compañías ineficientes, el deterioro de la seguridad social hasta la situación de quiebra inminente, la puesta en riesgo de las pensiones, el aumento del paro (primer presidente desde hace 72 años que deja 800.000 desempleados más que al inicio de su Administración), la reducción de impuestos a los más poderosos con la consecuencia de mayores déficit fiscales, el reguero de escándalos -Enron, Halliburtton- con implicación de los más directos colaboradores de la Casa Blanca, incluido el vicepresidente Cheney. Pero es que además las políticas de Aznar no derivaban de opciones discutibles, formaban parte de una dogmática exhibida como único camino de salvación, y así se predicaban a partos, medos y elamitas, a franceses, alemanes, italianos o ucranios. Eran condición necesaria para la buena marcha económica y fuera de ellas sólo cabía esperar el llanto y crujir de dientes del desempleo y la precariedad. Por eso, nuestro director general del FMI, Rodrigo Rato, reclama insistente contra el inaceptable déficit de Bush que amenaza y desequilibra de manera tan injusta la economía mundial. Entonces, ¿por qué Aznar considera suya la victoria de Bush?

Y podemos imaginar cómo se pronunciaría sobre tan graves desvíos norteamericanos en estas mismas cuestiones ese gran hombre ahora perdido en su escaño del Parlamento Europeo, Cristóbal Montoro, que tanto cooperó a encontrar la piedra filosofal del PP -reducir impuestos para incrementar la recaudación-, convertida en fundamento infalible para proclamar el fin de los ciclos que tantas angustias generaba a las anteriores generaciones. Aznar, Rato, Montoro habían instalado a España en el círculo virtuoso de la prosperidad y el crecimiento que se adivinaba ahora de duración indefinida. Otra cosa es que causas de fuerza mayor, de alcance geológico, que ahora esclarece Jotapedro, truncaran la continuidad prevista en Mariano Rajoy, Ángel Acebes y Eduardo Zaplana. En cuanto a la cruzada contra el terrorismo, en la que Aznar y Bush se han alineado sin fisuras, es necesario contrastar que cada uno ha optado por procedimientos antagónicos. Mientras Aznar sostiene que en la lucha contra el terrorismo no hay atajos, un principio bajo el que logró desalojar a sus predecesores socialistas en el Gobierno, su admirado Bush prescindió de las convenciones de Ginebra, mantuvo en la base de Guantánamo a quienes considera enemigos combatientes sin reconocerles derecho alguno, promulgó la Patriot Act para practicar detenciones por tiempo indefinido sin cargos judiciales ni habeas corpus y aplicó la tortura en Abu Ghraib.

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