Puentes sobre el Atlántico
La relación entre EE UU y los europeos no va a cambiar mucho con la reelección de George W. Bush, a no ser que a ambos lados del Atlántico consigamos hacer más relevantes los puentes que ya existen y tender otros nuevos. La gran interdependencia económica, el sustrato común de valores y el panorama compartido de amenazas globales son argumentos más que suficientes para justificar esta tarea, pero hay muchas resistencias e inercias a ambas orillas, a veces más pasionales que racionales.
El segundo mandato de Bush seguirá marcado por la lucha contra el terrorismo internacional y la proliferación nuclear y por el conflicto de Irak. Sin embargo, es posible que se convierta en un líder internacional con más capacidad diplomática y busque un mayor apoyo militar, financiero, civil y moral de los europeos para aumentar la eficacia y disminuir los costes de su política internacional, tal y como lo ha empezado a hacer antes del verano en relación a Irak. Su victoria confirma que gran parte de los ciudadanos de su país se sienten en guerra, algo que la mayoría de los europeos no entiende. Pero a cambio, Bush ya no tiene la presión de la reelección futura y goza de mayor ascendiente que nunca sobre el poder legislativo.
El sustrato común de valores, las amenazas comunes y la interdependencia económica hacen necesario mejorar las relaciones entre EE UU y Europa
Estados Unidos es un país cuya enorme capacidad militar contrasta hoy con su decreciente prestigio internacional. Durante la guerra fría fue capaz de forjar coaliciones y consensos en el mundo libre. En la nueva lucha contra el terrorismo parece evidente que uno de los objetivos de Washington debe ser aminorar en lo posible el antiamericanismo, aun dando por supuesto que siempre existirá resentimiento hacia cualquier poderoso que redefina el mundo conforme a sus intereses y reclame el derecho a actuar por su cuenta. En este sentido, los norteamericanos necesitan las bazas que pueden ofrecer los europeos en asuntos como la reconstrucción de Estados fallidos, la mejora de la escasa inteligencia que se tiene sobre las nuevas amenazas y el manejo de conflictos de baja intensidad.
Para ello, los europeos tienen que contribuir en mayor medida a una acción global conjunta y dejar de proponer una relación entre iguales. Es decir, la política de persuasión de Blair, más que la de trincheras de Chirac: influir, moderar, acompañar, aconsejar al liderazgo norteamericano, en vez de practicar un unilateralismo sin medios que al final fomenta el criticado unilateralismo de Washington.
Este ejercicio de realismo es necesario si tenemos en cuenta que el escenario europeo es menos importante para los norteamericanos desde el final de la guerra fría, una tendencia acelerada por la respuesta de Bush al 11-S, que no quiso involucrar a la OTAN en Afganistán desde el primer momento. Hubiera sido opción posible y deseable, como lo sería ahora la participación de la Alianza Atlántica en Irak.
La década de los noventa ya había hecho girar a EE UU hacia su realidad continental y hacia Asia, a pesar de que Bush padre y Clinton fueron dos presidentes que valoraron el vínculo transatlántico. Pero los problemas a los que empezaron a hacer frente, una vez resuelta la unificación alemana y con la excepción de la antigua Yugoslavia, casi siempre tuvieron lugar fuera de Europa (Estados fallidos, crimen organizado, proliferación de armas de destrucción masiva, terrorismo). Ahí no encontraron ni en la Unión ni en sus Estados la capacidad de actuar globalmente, sino una distancia creciente con Estados Unidos en el plano militar y un ensimismamiento constitucional que muchos analistas norteamericanos interpretaron erróneamente en clave de competencia futura.
El 11-S ha fortalecido esta evolución, una vez el país ha cobrado conciencia clara de su vulnerabilidad. Pero en el fondo, la política internacional de Bush es la propia de una situación de guerra y no rompe la continuidad histórica de la política exterior americana. A pesar de que las elecciones han mostrado un país muy dividido, el fin de la política exterior de republicanos y demócratas es el mismo: expandir el orden democrático y liberal internacional en el mundo pos-soviético y pos-Sadam y aprender a luchar no sólo contra Estados enemigos, sino también contra redes terroristas. En esta política hay una clara coincidencia de objetivos con los europeos, y por ello tiene más sentido que participemos con credibilidad en el debate sobre los medios, que no ha hecho más que empezar y que afectará profundamente a la modificación de los equilibrios seguridad-libertad de nuestras sociedades democráticas en las próximas décadas.
El nacionalismo europeo no es la solución, y mucho menos el antiamericanismo radical que ha practicado el Gobierno español desde marzo, mientras París y Berlín buscaban el acercamiento a Washington. La Administración norteamericana centra su relación con Europa en tres capitales: Londres, París y Berlín. A pesar de los pequeños pasos logrados en estos años en cuestiones de seguridad y de los nuevos avances propuestos por la Constitución europea, la Unión sigue siendo un pigmeo militar que en cuestiones de defensa da por hecho la contribución decisiva de EE UU. Con frecuencia olvidamos que la integración europea fue animada y sostenida muy activamente en sus orígenes por EE UU -nada como releer la vida de Jean Monnet- y que los europeos hemos podido desarrollar nuestros Estados sociales y las políticas de gasto europeas mientras los norteamericanos pagaban la mayor parte de la factura de la defensa atlántica.
Tras el final de la guerra fría, la UE ha seguido creciendo en competencias y ha multiplicado por dos su número de Estados miembros, así como ha iniciado un debate constitucional que llega a su punto álgido con los procesos de ratificación de la Constitución europea y con la decisión sobre la adhesión de Turquía. La crisis de Irak, como ha señalado Joseph Weiler, "ha hecho surgir un verdadero espacio público europeo y una percepción de los ciudadanos de una identidad significativa como europeos". Pero esta identidad sólo tendrá cimientos sólidos como complementaria de las nacionales y si no es enunciada en contra de otras identidades, islámicas o norteamericana. Europa debe buscar una forma de unidad que no sea la de potencia y seguir haciendo compatible la integración europea con el desarrollo del vínculo transatlántico. La mayor diversidad europea dificulta avanzar hacia una política exterior y de seguridad europea digna de este nombre. Hay fuertes resistencias franco-británicas para tomar decisiones por mayoría en estos ámbitos, y los países más prósperos no quieren ni pueden financiar una defensa europea autónoma de la OTAN.
En definitiva, para que Europa vuelva a formar parte del futuro en EE UU y no del pasado, los europeos deben entender la lucha contra el terrorismo como un asunto común que renueva el vínculo transatlántico. En el segundo mandato de Bush, los europeos pueden condicionar y ampliar la agenda exterior de Washington y debilitar a los partidarios del unilateralismo a ultranza en EE UU si ofrecen una cooperación internacional que funciona. En teoría, hay demasiados intereses y valores compartidos para actuar de otra manera. No tiene sentido situarse enfrente de la única superpotencia en vez de elegir la influencia, la colaboración y la limitación de los desacuerdos. No obstante, ya advirtió Raymond Aron que la experiencia del siglo XX indica que con frecuencia los hombres sacrifican sus intereses por sus pasiones.
José M. de Areilza Carvajal es profesor de Derecho de la Unión Europea
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