La tercera fase de la revolución conservadora
PRIMERO FUE Reagan, en la década de los ochenta. Su revolución conservadora intentó acabar con el consenso básico de la posguerra, que había dado lugar a la edad dorada del capitalismo y a una distribución de la renta y la riqueza a través del Estado de bienestar. Suicidado el socialismo real, ya no se consideraba necesaria esa redistribución y había que volver a la naturalidad del mercado. El demócrata Clinton y los noventa supusieron un paréntesis en esos intentos de marcha atrás.
Luego llegaron George W. Bush y los neocon a la Casa Blanca e iniciaron la segunda etapa. La principal diferencia respecto a sus predecesores fue la desvergüenza: Reagan había hecho del anticomunismo la razón de ser del Partido Republicano; ese pegamento anticomunista (ideológico) fue sustituido por la relación directa entre el mundo político y el mundo económico, sobre todo a través de las industrias de la energía, seguridad y defensa. No hay nada de extraño en que éstas hayan sido las que más subieron en Wall Street al conocerse la victoria de Bush el pasado martes.
Perdida la consigna de "¡cualquier cosa menos Bush!", por el legítimo voto de los ciudadanos, hay que refugiarse en la siguiente trinchera: una Europa fuerte es el único contrapeso a la contrarrevolución 'neocons'
Ahora, Bush se dispone a iniciar la tercera etapa de la revolución conservadora. No puede ser reelegido otra vez, por lo que ahora tratará de dejar su legado para la historia. Es el momento de releer el Proyecto para un nuevo siglo americano y los demás documentos que conforman la filosofía que va a seguir gobernando el mundo (El nuevo orden americano. Textos básicos. Compilación de C. Alarcón y R. Soriano. Editorial Almuzara), para saber lo que han votado mayoritariamente los americanos, y lo que nos espera a los demás.
La filosofía neocon es meridianamente clara y constituye el envés de lo que solemos pensar los europeos. Lo dice el americano Jeremy Rikfin, en su último libro (El sueño europeo. Paidós): en muchos casos, el sueño europeo es el reflejo invertido del sueño americano. Cada vez son más los estadounidenses saturados de trabajo, mal pagados, sin tiempo para nada e inseguros respecto a sus posibilidades de mejoras en la vida; un tercio de esos ciudadanos ya no cree en el sueño americano. Al tiempo, Europa disfruta de mayor expectativa de vida, un menor índice de pobreza y criminalidad, así como de un menor deterioro urbano, vacaciones más largas y desplazamientos más cortos para llegar al trabajo.
Recientemente, el estudio Trasatlantic Trend, elaborado por la Fundación americana German Marshall, con la colaboración de la Fundación BBVA, analizaba las relaciones actuales entre EE UU y Europa a través de un sondeo con una muestra de más de 11.000 personas. En él se pone de manifiesto que con la Administración de Bush han aumentado las diferencias entre lo que piensan los europeos y los norteamericanos. Teniendo los mismos valores comunes (lo que deshace la industria de los que defienden el antiamericanismo de los europeos), el deterioro es alarmante desde que Bush impuso la invasión de Irak de modo unilateral: el 76% de los europeos desaprueba la actual política internacional de EE UU, 20 puntos más que en el año 2002.
Los europeos opinan mayoritariamente como los demócratas americanos. La victoria de Bush no contribuirá a cerrar la brecha entre una parte de Occidente y la otra. Perdida la consigna de "¡cualquier cosa menos Bush!", por el legítimo voto de la mayoría de estadounidenses, hay que refugiarse en la siguiente trinchera: una Europa unida, fuerte, es el único contrapeso a la regresión democrática que ha liderado Bush en los cuatro últimos años, y que se acelerará si es coherente con la filosofía contenida en los documentos citados.
Hay dos reformas inmediatas que Bush ha prometido en la campaña electoral: la fiscal, por lo que se hacen permanentes las rebajas de impuestos a los más ricos, que han dado lugar al imponente déficit fiscal; y la reforma de la Seguridad Social, con la privatización de las pensiones a través de las cuentas de ahorro. A la división entre Europa y EE UU se une la de la propia sociedad americana, más profunda que nunca.
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