El gran fiasco
Nunca, en la historia de la humanidad, unas elecciones tan ejemplares han producido un resultado tan deprimente.
"¡Es Suráfrica!", fue lo primero que pensé al ver las colas interminables de votantes en todo el país desde primera hora de la mañana, iguales a las de las primeras elecciones democráticas en el país africano. En uno de los barrios más pobres de Washington, que está a sólo quince minutos de coche de la Casa Blanca, pero que me recordaba curiosamente a Soweto, T'Chaka Sapp, con su peinado rasta, preguntaba a los electores que se acercaban a votar al colegio de enseñanza primaria de Ketcham: "¿Qué tal, colega? ¡Soy del ANC, el primero en la lista!". Aquí, ANC no es el Congreso Nacional Africano, sino el Comité Asesor del Barrio, pero me confesó que el nombre que había adoptado hace tiempo es de origen zulú. Y en toda la calle de la Buena Esperanza (Good Hope road) había esperanzas enfebrecidas de acabar con un régimen detestado.
Nunca, en la historia de la humanidad, unas elecciones tan ejemplares como las del martes habían producido un resultado tan deprimente
En un barrio pobre de Washington, todos tenían la sensación de que las iniciativas políticas de Bush están costando puestos de trabajo
Muchos europeos podrían deducir del resultado electoral que Bush refleja el verdadero rostro de Estados Unidos, pero eso sería un grave error
"Vota o muere", proclamaban las camisetas que había promocionado el rapero Sean P Diddy Combs; delante de otro colegio, vi una que llevaba Sareena Brown, de 14 años. Le pregunté qué quería decir. "Si votas a Bush, va a conseguir que acabemos todos muertos". Y lo decía en sentido literal, porque son los hermanos de esos chicos negros y pobres los que se alistan en la oficina de reclutamiento de esa misma calle para ir a luchar a Irak. "No había armas de destrucción masiva", decía T'Chaka Sapp, "pero los que están muriendo son nuestros jóvenes". Aquí, todos tenían la sensación de que las iniciativas políticas de Bush les están costando puestos de trabajo y una economía tambaleante.
Espíritu activista
En todo lo que recorrí "al este del río" (el río Anacostia), este antiguo ensanche urbano, pobre y cargado de delincuencia, que originalmente fue un asentamiento de esclavos liberados, y en el que no vi ni un solo rostro blanco durante horas, contemplé el mismo espíritu activista. Los votantes hacían cola desde antes de que abrieran los colegios electorales. A mediodía, las máquinas de recuento automático de papeletas mostraban cifras de participación nunca vistas en sus contadores digitales. Hablé con jóvenes recién salidos de la cárcel a los que nunca se les había ocurrido votar, pero que se habían sentido inspirados por Puff Diddy, además de cierta sensación de que el destino del mundo dependía de ellos. Cosa que es bastante cierta.
Sin embargo, lo que otro activista local llamaba "los olvidados" del otro lado del río no fueron los únicos que dispararon el voto. En todo el país, de una orilla a otra, los electores acudieron
a votar como nunca. A pesar del poder corruptor del dinero, la intromisión de los abogados y las distorsiones provocadas por los medios de comunicación tendenciosos, ésta ha sido una expresión abrumadora y alentadora de la voluntad popular. Es uno de esos momentos fundamentales
en los que -como en Suráfrica; Polonia, en 1989, o Afganistán hace unas semanas- el gran río tempestuoso de la democracia derriba todos los obstáculos en su camino. ¡Pero con qué resultado tan horrible!
Pasé gran parte del 2 de noviembre -un día precioso, de temperaturas veraniegas- alegremente convencido de que la alta participación, que incluía a muchos votantes nuevos, favorecía a Kerry. ¿Para qué ir por primera vez a votar si no era para cambiar? Numerosos demócratas y -me da la impresión- muchos europeos compartían mi opinión. Estábamos equivocados. Porque la gente mostró la misma pasión en el otro bando. Una mayoría decisiva de estadounidenses -59 millones frente a 55,5 millones, en el momento de enviar este artículo- prefirió votar por Bush que por Kerry.
En los próximos días, los especialistas nos darán más explicaciones. Pero hay dos razones que aprendí al este del río, cuando hablé con la señora Ida Boyd, una abuela llena de vida y energía ("Soy negra desde hace 84 años") que se dirigía a votar en las mesas instaladas en la biblioteca pública de Benning. Para gran asombro de mi acompañante, dijo que iba a votar a Bush: "Con este hombre, por lo menos, una sabe que está como una cabra". Porque los otros pretenden que no lo están. Y añadió: "Me encanta Clinton. Es muy sexy", dijo mientras meneaba sus caderas de 84 años con sorprendente elegancia. "Pero no votaría por él". No le gusta desde el punto de vista moral.
Así que, a pesar de todo, a pesar de que está "como una cabra", los votantes tenían la sensación de que sabían qué podían esperar de Bush el campechano, a diferencia del veleta de Kerry. Y Kerry nunca llegó a cautivarles como Clinton. "¡Más vale lo malo conocido, ya lo decían vuestras madres!", oí que gritaba Anthony Rivera, candidato del ANC, a un grupo de jóvenes votantes en otro colegio. Un grito que resumía exactamente el sentimiento de muchos de los que votaron por Bush. Además, muchos votantes tuvieron la misma reacción instintiva que Ida Blair y votaron guiados por las preferencias morales y culturales más que por ninguna otra cosa, incluidos sus propios intereses económicos. Los valores de la familia. El no al matrimonio entre homosexuales y al aborto. La posesión de armas. Dios, madre y tarta de manzana. Acabo de oír en televisión que las mujeres casadas votaron mayoritariamente por Bush y las solteras por Kerry.
Muchos europeos deducirán de este resultado que George W. Bush representa el verdadero rostro de Estados Unidos. Sería un grave error. Lo que han demostrado estas elecciones es que Estados Unidos está más dividido que nunca en cuestiones fundamentales de fe y política. Es un país, pero dos naciones. En el mapa, eso significa los Estados azules de las costas oeste y noreste contra los rojos (que, aunque resulte confuso para el ojo europeo, son los conservadores) del centro y el sur. En la vida real significa, al menos, 50 millones de ciudadanos que poseen actitudes y valores muy parecidos a los nuestros, y sólo unos cuantos más que tienen valores distintos o, en el caso de los evangélicos, extraterrestres.
San Francisco de Asís
Bush puede comprender que debe intentar unir a este país dividido, como ya prometió en su primera toma de posesión, el año 2000. "Un nuevo mandato", dijo en su discurso de aceptación, "es una nueva oportunidad para tender la mano a toda la nación". Quizá le oigamos citar a san Francisco de Asís, como hizo Margaret Thatcher al ser elegida en 1979: "Donde hay discordia, quiero llevar armonía...". Pero le resultará tan difícil como a ella. No es sencillo que el problema sea, al mismo tiempo, la solución.
También puede tender una rama de olivo a los europeos distanciados. En la comodidad imperial del centro de Washington, varios responsables de la Administración de Bush me aseguran que eso es precisamente lo que ofrecerá el año próximo. Si es así, será muy tentador rechazarla, sobre todo si la rama es pequeña y va extrañamente acompañada de espinas. Las causas posibles de nuevos desacuerdos transatlánticos son numerosísimas, desde Irak hasta China, sin olvidarse de Irán. Para ser realistas, las posibilidades de que un Estados Unidos dividido separe todavía más a Occidente y el mundo son mucho mayores ahora de lo que se pensó, durante un breve instante, en la soleada y esperanzada mañana del martes.
No obstante, aunque la copa de vino cortésmente levantada en una recepción diplomática nos resulte de lo más amarga, sabemos que al mundo y a nosotros nos interesa intentar devolver el gesto. Y no sólo por nosotros, ni por nuestros intereses vitales. También porque es una muestra de lealtad hacia el otro Estados Unidos, la mitad, o prácticamente la mitad, que piensa como nosotros. Y una muestra de lealtad hacia Sareena Brown y los demás olvidados que viven al otro lado del río, en la versión washingtoniana de Soweto. Ellos necesitan y se merecen, todavía más que nosotros, un presidente mejor; y estoy convencido de que, dentro de cuatro años, lo tendrán.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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