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Columna
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Las colas de París

Era sábado y hacía buen sol. Cuando en París coinciden estas dos cosas sólo cabe esperar que las masas, o tal vez la turbamulta, se echen a las calles para llenar los cafés, tropezar en las aceras, formar largas colas por cualquier motivo o pretexto y mirar al cielo con gesto de no aceptar nube alguna en las próximas horas.

Debo decir que a mí no me gustan las colas. Las considero un ejercicio sadomasoquista a la intemperie. Y hoy, sábado y con sol, sabía que tendría que soportarlas fuera donde fuera.

Las colas ya estaban formadas desde primera hora de la mañana a las puertas de Paul, en St.Germain des Près. Paul es un sitio estupendo para desayunar. Tiene fama. Allí ves a los panaderos haciendo el pan y a los reposteros preparando los pasteles. Hay colas y subcolas y afluentes de estas colas. Las hay casi por nacionalidades, pues Paul figura en las guías turísticas y los extranjeros no pueden estar en París sin conocer Paul y formar parte de las colas de Paul.

Lo mejor para evitar las colas parisinas es ir a la contra, o sea, comer cuando ellos ya han comido o sencillamente no comer. Y visitar los museos cuando ellos ya están comiendo.

Me puse en una a las 9 de la mañana. A las 10.30 ya me encontraba a medio metro de la mesa que presumiblemente se me iba a asignar. No era fácil apartar la mirada del comensal entusiasmado sobre su taza de chocolate con crema y sus bollos grandes como Notre Dame. Él, un japonés con su esposa, parecía incómodo en mi presencia. Pero ¿qué culpa tenía yo? ¿Debería haberme traído un periódico para ocultar mi rostro como si fuera un biombo? ¿Debería haber venido a Paul ya desayunado?

Al final el nipón se marchó lanzándome miradas asesinas. Pero entonces me di cuenta de que la cola en la que estaba no era para obtener mesa sino para comprar el pan. De manera que compré un pan porque los de detrás ya me achuchaban.

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La víspera, o sea el viernes, no hizo tanto sol pero a efectos de colas París estaba por el estilo. Me apetecía comer en La Coupole. Es un restaurante muy grande. No suele haber problema. Pero lo había. Cuando suben los precios sube la marea de la cola, no falla. Y recientemente habían subido los precios. Me puse con paciencia a esperar. Ya notaba que me iba haciendo viejo. Pensaba en las ventajas de llevar un bastón. Los de la cola observaban a los comensales como francotiradores. Cerraban un poco un ojo y apuntaban a las ostras en el momento en que se las introducían en la boca. Resultaba interesante. Pero los comensales devolvían a los de las colas unas miradas de artillería. Parecían decir: aguanta ahí en la trinchera, que yo estoy aún empezando. Ya no podía más cuando un camarero de mandil hasta los pies me dijo que me sentara. Me dijo que si no me importaba compartiera mesa con una pareja. Encantado, dije yo. Como si me pone con un regimiento. Cuantos más juntos, más seguro me sentiré. Y bajé los ojos para no ver y no ser visto cuando llegó la enorme salchicha con la col lombarda que allí es famosa.

Pero lo mejor para evitar las colas parisinas es ir a la contra, o sea, comer cuando ellos ya han comido o sencillamente no comer. Y visitar los museos cuando ellos ya están comiendo. Y esto lo hice el sábado. Me fui a la plaza de Les Vosgues a la hora de comer para ver el museo Victor Hugo que, en efecto, estaba vacío. Los museos municipales son gratuitos, de manera que subí a la segunda planta que es donde vivió Victor Hugo 16 años de su vida, donde escribió una parte de Los Miserables y otras obras. Y donde murió. Yo quería ver sobre todo dónde murió. Y el guardián (porque no creo que fuera un guía) me llevó a la estancia última y me dijo: "Aquí murió, en esta misma cama, bajo este mismo dosel". Yo hice una reverencia pero el guardián me dijo que no me molestara. Guiñó un ojo: "Usted ya sabe que de Victor Hugo han hecho un mito ¿no?, pero Victor Hugo era de armas tomar. Escribía unas cosas a favor de los pobres y necesitados y luego él estaba con los ricos y los poderosos...".

Me eché hacia atrás. Miré al empleado del museo. Un tipo joven con cara de listo. Puse un gesto como de caer del burro. "Vamos, señor, usted ya sabe que aquí llegó el populacho a por él, y menos mal que no lo encontraron porque si no en vez de destrozarlo todo le habrían roto la cara al escritor, sí, Victor Hugo era un hombre de muchas caras".

Para cambiar de tema le pregunté si el dormitorio tenía alguna puerta secreta aunque solo fuera para ir al baño. "No, qué va, entonces eran bastante guarros, gastaban el orinal. ¿Quiere verlo?".

Yo había visto en la tienda de souvenirs del museo un tintero con pluma de ave y tinta Victor Hugo, por 12 euros. El empleado me dijo que a lo mejor fabrican el orinal de Victor Hugo. Sería una buena idea (lo dijo en serio, creo) pero me aconsejaba que dejara por escrito esa sugerencia.

Después di una vuelta completa a la hermosa plaza de Les Vosgues. En la antigüedad había sido un mercado de caballos. Luego fue una fábrica de seda. Y luego, un rey la convirtió en plaza Real, edificando un pabellón para sí mismo y otro para su esposa enfrente. Con la Revolución rodaron algunas cabezas que irían a parar donde ahora están las mesas de las terrazas de los cafés, y sus respectivas colas.

Estaba muerto de hambre y me metí en un restorán con menos cola que otros, llamado Le Bucheron. Lo servían camareras chinas pero la cocina era italiana. Muy cerca tocaban una veintena de músicos sus instrumentos de cuerda. Una chica pasaba el plato y vendía por 18 euros un CD con la música que interpretaban. Le pregunté si eran músicos independientes o pertenecían a alguna ONG o algo así. "Unos vamos por libres, otros se unen del conservatorio y otros son desechos de orquestas donde no pagaban". Entonces le compré el disco y me quedé un poco a oírlos.

Ya en Le Bucheron la camarera china me colocó en una mesa de un rincón, que son siempre las mejores. Y allí, sorteando la cola, me trajo espagueti con tomate y unas misteriosas tijeras de corte y confección. ¿Eran para cortar la pasta a trozos o para defenderme de los invasores que empujaban en las colas?

"Señor, las tijeras no son ni para una cosa ni para la otra; son para que usted vaya cortando a su gusto la albahaca de esta macetita, y la mezcle con el espagueti", dijo la china.

Miré alrededor. En efecto, otros comensales podaban sus propias macetas con las tijeras y lanzaban en sus platos de pasta las hojas troceadas de la albahaca mientras los de la cola se miraban el reloj.

Las colas reaparecieron nada más pisar la calle. Había frente a los cines, las tiendas, las galerías de arte, los cafés, los autobuses. Así que me puse en una, sin fijarme en cuál, convencido de que como todas las colas conducen a Roma con algo de suerte pronto me encontraré allí.

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