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Columna
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A Coruña en castellano

El alcalde de A Coruña, Francisco Vázquez, es uno de esos animales políticos que sólo prosperan en las favorables condiciones del poder municipal: particular nicho ecológico donde se acogen dirigentes que se desmarcan de las directrices de su partido, se significan por ideas o actuaciones extravagantes, pero que siempre, gracias a una sólida base electoral, consiguen mantener la condición de invulnerables. Con Vázquez es difícil estar siempre de acuerdo, ya que, en su caso, las extravagancias son muchas, pero hay que reconocer que esta semana el alcalde coruñés ha adoptado una decisión especialmente valerosa, tanto más valerosa cuanto enfrentada al lenguaje políticamente correcto. Vázquez ha conseguido que el pleno del Ayuntamiento recupere para la capital gallega su denominación en castellano, La Coruña, que padecía un raro exilio desde que se aprobó, quién sabe en qué momento, la exclusiva denominación gallega de A Coruña.

Una de las peores herencias de la Transición, en el terreno lingüístico, fue esa proscripción de la toponimia castellana en aquellos territorios que dispusieran de otra lengua. La costumbre se extendió como la pólvora y los ejemplos tienden a infinito. Circunscribiéndonos al paisito, y sólo a título de ejemplo, habría que recordar que los territorios de Bizkaia y Gipuzkoa únicamente tienen, de forma oficial, denominación en euskera. Las formas Vizcaya o Guipúzcoa han sido preteridas. En Álava, de modo más razonable, se optó por la denominación castellana para textos en castellano y la eusquérica para aquellos escritos en lengua vasca. Maravilla que la lógica se mantuviera hasta tal y tan común extremo.

Lo gracioso es que casi todos los medios de comunicación del Estado español asumieron con alegría esta costumbre y así, durante los últimos años, nos hemos emborrachado de toponimia galaico-catalana. La única y curiosa excepción fue la de la toponimia vasca, que esos mismos medios se negó a asumir, como si recelaran de algo, o como si, lisa y llanamente, les resultara antipática. Con las otras lenguas, sin embargo, la norma se llevó a rajatabla. De pronto desapareció de todos los medios el término Gerona, sustituido por Girona, y se quiso someter a los castellano parlantes al patético ejercicio de pronunciar Illes Balears, algo tan ajeno a sus hábitos fonéticos.

Personalmente considero legítimo escribir, aún en castellano, Bizkaia o Gipuzkoa, si se trata de textos cuyo alcance no supere el de la lengua superpuesta (por ejemplo, esta humilde columna) en virtud de un lógico contagio entre denominaciones que conviven en un mismo territorio. Puede ser razonable que en un contexto lingüístico determinado, y por causas muy diversas, hasta inconscientes, se tienda a escribir en una lengua un nombre propio original de otra. Pero de eso a transplantar por decreto, a todo el universo hispánico, los términos Terrassa, Larrabetzu y Ourense resulta de un tonto subido. Habría que sospechar hasta qué punto esta aberración lingüística no oculta complejos psico-políticos muy graves, especialmente en el caso de aquellos fervorosos militantes, por ejemplo, de la causa vasca, que sin saber euskera creen avanzar algo en proscribir la toponimia castellana.

Y quizás esto nos lleve a otra constatación más melancólica. Aun recordando que nombres y apellidos no deben ser nunca traducidos, no deja de ser paradójico que antes, en el tiempo de nuestros abuelos, el País Vasco estuviera lleno de gentes con nombre castellano que eran perfecta y naturalmente euskaldunes, mientras que ahora los parques públicos y los patios de colegio se llenan de una compleja onomástica (Harkaitz-es, Garikoitz-es o Gotzones) a cuyos jóvenes nominados, sin embargo, no arranca una palabra eusquérica ni la andereño más tenaz.

Quizás deberíamos exigirnos, también en el ámbito lingüístico, algo más de coherencia personal y sacudirnos la tendencia a algunas folclóricas coartadas. Todos los idiomas tienen la misma dignidad y merecen el mismo respeto. Y esto hasta el punto de poder hablarlos con libertad, con alegría, y no de instrumentalizarlos para exorcizar viejos fantasmas.

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