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Columna
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Obras de futuro

Damos por supuesto que a finales de esta década, cuando se acaben las obras de la M-30, o a principios de la que viene, cuando Madrid quizá haya logrado ser sede de los Juegos Olímpicos, seguiremos aquí. Probablemente no haya otra forma de consumir el presente más que con la fe de que el mañana es ineludible, y las obras a largo plazo, aparte de ser una engorrosa hipoteca urbanística, son sobre todo un vale de futuro.

Las desgarradoras reformas que minan o minarán Madrid, desde el pequeño Azca hasta el intercambiador de Sol o la calle de Serrano, merman la habitabilidad de la ciudad y, por tanto, son fácil e instintivamente criticables. Sin embargo, estos proyectos poseen una causa profunda, ante la que es complicado discrepar: bajo las toneladas de tierra removida por las máquinas se esconde la promesa de un mañana mejor para todos. ¿Cómo puede ser uno tan egoísta, ciego e incivilizado de no estar dispuesto a intercambiar un contratiempo por un próximo tiempo a favor?, ¿un hoy escarpado por un mañana plácidamente asfaltado?

Además, parece que debemos aprender a pensar en Madrid como una gran institución que nos sobrepasa como ciudadanos. Al igual que los clubes de fútbol son más que los jugadores y los directivos que lo integran, del mismo modo que su simbología y sus preceptos les sobrevivirán, el bien de Madrid está por encima de los placeres y los sufrimientos de sus inquilinos actuales. Con estos argumentos da la impresión de que los políticos pretenden anestesiarnos contra la estragante cirugía urbanística, haciéndonos comprender que el sufrimiento es por Madrid y Madrid somos todos, una transposición de identidades a la que tendremos tiempo de darle vueltas en los crecientes atascos.

Pero, en el fondo, las obras no salvarán a Madrid y, en cualquier caso, poca gente siente un apego por esta ciudad que transcienda a su propia vida. No es una cuestión de solidaridad ciudadana ni altruismo cosmopolita, sino el hecho de que las obras nos mienten piadosamente sobre nuestro porvenir. La idea estimulante de la frase "un mañana mejor" no es el adjetivo, sino el sustantivo. Los plazos de finalización inscritos en los grandes carteles en la cuneta de las autopistas o en la fachada de los edificios investidos de andamios parecen extendernos un cheque temporal invitándonos a vivir la futura inauguración de un periodo que nos corresponde, la recompensa a estos abruptos momentos de espera.

Ya han comenzado a padecerse retenciones en la M-30 a causa de las obras en el nudo de la Paloma. Mientas que las primeras lluvias del otoño crean embotellamientos, pero compensan limpiando el cielo de polución y llenando los depósitos del Canal de Isabel II, las obras desencadenan el caos circulatorio ofreciendo a cambio el solitario beneficio de una promesa. Sin embargo, transitar por Madrid sin saltar zanjas, sin rodear excavadoras ni atravesar andamios es una quimera. La ilusión de la ciudad ilesa de brechas y apósitos es lícita y valiosa, pero condenada al fracaso. El reclamo de un mañana con más zonas peatonales y glorietas, calles con mayor número de carriles u otro anillo de circunvalación nunca cesará. Desengañémonos: las obras en Madrid jamás tendrán fin y en el fondo de nosotros mismos, aunque despotriquemos mientras tomamos forzosos desvíos alternativos o parados frente a las luces de freno continuamente encendidas del coche de delante, aunque metamos el pie en los baches y nos ensordezcan las taladradoras, las necesitamos. Porque las obras de Madrid, las largas obras de "futuro", son la constancia física de que seguimos aquí, pero, más que nada, son la prueba palpable de que se avecina un mañana, o al menos la creencia en un mañana: fe esquelética y primitiva, pero imprescindible.

Si Madrid dejase de verse cercenada por las máquinas, si de verdad llegase el día en que un político asegurase que ya no se van a demoler más scalextrics, no se van a horadar más túneles y que, finalmente, se ha terminado el Palacio de Deportes, probablemente la ciudad, en lugar de vivir en un espacio idílico, se quedaría atascada en un tiempo muerto, sin pálpito ni energía. A veces es más placentero soñar con un futuro mejor que llegar a vivirlo, que alcanzar la perfección de un tiempo sin expectativas de superación, sin ánimo para seguir, sin el tramposo juramento de que mañana seguiremos vivos.

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