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Columna
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Morir en Madrid

¡No se alarmen por el título! Esta tribuna no es una brizna más en la hoguera literaria-histórico-fantástica de nuestra Guerra Civil y que tantos libros y novelas ha producido. Humilde y desplazado cronista de esta ciudad, la curiosidad me lleva por los muchos entresijos que tiene. Uno de ellos el, hasta hace poco, común destino final: la fosa, el cementerio. Me temo que la extendida costumbre de las incineraciones y el alto coste que tiene doblar la servilleta (expresión de mi querido y llorado amigo, Ramón Urbano) inciten a muchas familias a considerar la urna funeraria como un elemento decorativo en la sala de estar. Quizá haya comenzado el ocaso de los grandes cementerios bajo la luna ciudadana, pero merecen un recuerdo, de vez en cuando.

Madrid está rodeada de estos lugares definitivos y parece haber sido una medida que tomó el rey José I Bonaparte. Hasta entonces la costumbre confinaba en los alrededores de las iglesias la final residencia de los parroquianos. Pero el año 1811, el año del hambre, murieron en nuestra ciudad más de 20.000 personas, lo que era considerable para la población de entonces. Según el interesante y meritorio trabajo de Juan Antonio Pino, director y cronista de la sacramental de San Justo, en un volumen con el que obsequian a los familiares de recientes difuntos, fue el año en que aparece el primer cementerio del extrarradio, el de San Isidro, cercano a la ermita y a la pradera, tan queridas por los madrileños que saben por dónde caen.

Mi destino final y previsible es el de la sacramental de San Miguel, Santa Cruz, Santos Justo y Pastor y San Millán, más conocida por Santos Justo y Pastor. Es un lugar agradable, que sigue la configuración de la colina, con patios escalonados, desde donde supongo se escuchan los vítores y abucheos dominicales del estadio Vicente Calderón, justo enfrente, en la otra orilla. Tienen una capacidad prevista, aunque han pasado por sucesivas ampliaciones, que se detienen en la morada de los vivos y la especulación del suelo.

Los contemporáneos, apenas van un día al año, para visitar a los difuntos, y se ha perdido la inclinación a pasear entre los monumentos funerarios para meditar acerca del lugar que está más allá de toda imaginación. Hay grandes cementerios en nuestro mundo que sólo la creatividad turística volverá a poner de moda. No hablemos sólo del Père Lachaise parisiense, o del de Staglieno en Génova y los de esos pueblos de nuestros orígenes donde las clases sociales quedaban bien de manifiesto en los ornamentales mausoleos.

A Madrid venían de todos los lugares de España, para vivir mejor e inevitablemente para morir, los personajes más populares o conocidos. En éste de San Justo, buena parte de sus inquilinos son gente de postín, que tiene calle en la ciudad. Aquí yace el granadino Pedro Antonio de Alarcón, periodista, escritor, anticlerical, conservador y académico. La gran actriz, Rafaela Aparicio, que tuvo la humorada de nacer en Marbella; Lucrecia Arana, esposa del escultor Mariano Benlliure; hay mucha gente de la farándula bajo esas piedras: Rafael y Ricardo Calvo, Antonio Vico, José Luis Ozores, Pastora Imperio; la malagueña Anita Delgado, bailarina que llegó a rajaní de Kapurtala; Manuel Dicenta, los Quintero, Jardiel Poncela, Bretón de los Herreros, el doctor Marañón, el sabio Menéndez Pidal. Pintores, poetas, escritores y periodistas a cascaporrillo: Pradilla, Rosales, Vázquez Díaz, Juan Nicasio Gallego, Blanca de los Ríos, Francisco Villaespesa, Ramón Gómez de la Serna, Espronceda, Larra, Campoamor, Adriano del Valle, Julio Camba, Miguel Moya...

En el tramo original hay caminos empedrados de lápidas con nombres que ha borrado la pisada de los vivos. Los muros soportan una interminable estantería de nichos y se van desintegrando los enterramientos antiguos en los ya nadie deja una flor, los monumentos de bueno y dudoso gusto, la losa totalmente escrita con nombres familiares, alguna con inquilino solitario. Éste fue uno de los camposantos visitados hasta la madrugada por los poetas que homenajeaban un romanticismo de ultratumba, para luego ir a restaurarse con un chocolate con churros y un lingotazo de aguardiente.

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Tienen encanto estas ciudades silenciosas donde quizá a algunos moradores les den permiso para pasear y formar tertulias con las ánimas más afines. Allí, junto a una pared, voy a visitar a mis muertos y, al cabo de un rato, me despido con un sigiloso "hasta pronto".

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