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Columna
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Compañía fantasmal

"La primera aguja del olvido en el recuerdo" escribe eternamente Julio Cortázar en Rayuela. Y creo que tiene algo de sana aguja de olvido, o de veta noble abriendo la oscura roca de la actualidad, el ajustar deseos, gestos y hasta temas de reflexión con el calendario. Con toda naturalidad; llega una fecha determinada y paras todo para celebrarlo. Estamos en víspera del día de Todos los Santos y del Día de Difuntos como dicen con soltura en muchas partes. (Esperemos que la cordura privada y las nuevas medidas públicas impidan que el Puente sea en la carretera oportunidad para añadir protagonistas a la conmemoración). Me gusta celebrarlo, me trae buenos recuerdos.

Las imágenes del cementerio de Santiago Sacatepéquez, por ejemplo, una pequeña población de Guatemala cuyos habitantes fabrican durante todo el año unas inmensas cometas de papel de colores (allí los llaman barriletes) con la noble intención de hacerlas volar el uno de noviembre y ahuyentar así la maldad y la desgracia. Parece lógico oponer al horror la belleza; a la agresividad, la energía indolora del celofán. El mal sólo tiene salida o solución en su contrario. (Perversamente ilógico es entonces el despliegue de escudos antimisiles formados de misiles). La gente de Santiago lo cree y escenifica cada año el rito. Agarran entre varios los barriletes, echan a correr cementerio abajo y los sueltan al viento. Los demás miran y esperan, con los pies metidos en la tierra misma del camposanto. En el suelo directo. Que a veces el lugar preciso de la tumba sólo lo señala un montículo, sin losa, o sin otra manera de marcar los mundos que la sutil frontera de las flores.

Recuerdo también la estupenda canción en la que Georges Brassens pide que no le entierren en el panteón familiar, sino en la playa de Sète, muy cerca de la orilla. Para que su tumba marina sea castillo de arena o tumbona o caseta de baño o refugio amoroso según las necesidades de las visitas. Para no privarse, ni siquiera en ese último estado, de las sorpresas del horizonte y los cuerpos desnudos. Para poder recibir a los amigos alegremente. La canción termina lamentando la suerte de tanto muerto ilustre y encerrado, oponiéndole el destino envidiable de quien como él, si se cumple su ruego, va a pasarse la muerte en la playa, como un veraneante eterno. La muerte de vacaciones.

No digo yo que no sea un buen plan, aunque la mayoría aspiramos más que a morir a vivir de veraneo. O a trabajar de veranillo. Como demuestra el hecho de que vocacional esté tan cerca de vacacional. Y por esta vía del empleo vuelvo a los muertos y a los recuerdos, a un negocio de pompas fúnebres con el que me topé una vez en una calle de San Salvador y que se llamaba sin el menor complejo la "boutique del cadáver". ¿Qué distancia con la muerte, qué mirada traducen la desenvoltura, la naturalidad de ese título?

Y estoy pensado ahora, en esta víspera, en quienes trabajan con o en el vecindario de los muertos. Quienes los preparan y los alojan definitivamente. Aquellos entre cuyas funciones se incluye la de presenciar despedidas. ¿Cómo entienden la muerte quienes la ven a diario? ¿Cómo se orientan en las ciudades quienes pasan gran parte de su tiempo recorriendo las calles y las casas silenciosas de los cementerios? ¿Cómo miran las flores quienes las ven llegar de esa manera, y luego marchitarse, y luego renovarse o no? Es decir, quienes no sólo presencian la primavera que pone en las tumbas el duelo reciente o el uno de noviembre, sino que conocen todas las estaciones de los muertos. El verano del recuerdo y de las visitas constantes; el otoño de la memoria veteándose ("la primera aguja del olvido en el recuerdo"). El invierno al final, como rama sin brotes, desnuda de presencias. ¿Les hablan a los muertos quienes conviven con ellos? ¿Qué les dicen? ¿Esperan alguna forma de respuesta? ¿De alegre compañía fantasmal?

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