También la verdad se inventa
De creer la información reflejada en los medios, a propósito de la concesión de algunos premios gordos de narrativa española -el Nacional, con su carácter institucional, y el Planeta, en el ámbito empresarial-, parece que empieza a romperse la unanimidad de los jurados. Al menos en estos premios -cuya relevancia social no cabe desdeñar-, la disidencia de algunos escritores o críticos, miembros de sus correspondientes jurados, ha demostrado una cohesión menos corporativa que otros años. ¿Estamos asistiendo a los primeros síntomas de un malestar sobre la valoración interna de los métodos de consagración del escritor? Es probable que así sea, aunque sería necesario que se manifestaran otros síntomas; pero, en una primera observación, estas alteraciones del consenso seguramente obedecen al hartazgo de una imposición que no regula la calidad literaria, sino la eficacia del consumo.
La magnitud mediática de estos premios, contemplada desde su recepción pública, lleva ya muchos años marcando la hegemonía del gusto, y su despliegue tiene el efecto de paralizar en el lector la interrogación sobre su pertinencia literaria. Así las cosas, los escritores noveles tantean su propio lugar de resonancia, pero se incorporan sin que su emplazamiento produzca una modificación del horizonte. No es fácil, ciertamente, hacerse notar en un campo de maniobras en que las propuestas se anulan unas a otras; y en todo caso, los nuevos novelistas se muestran escasamente adversos a la dominación general. Esta reproducción es notable en dos de las tres novelas que hoy comparecen aquí: en Reflejos en un cristal, de Juan Novoa, y en El relato incompleto, de Antonio Ventura. Sueños itinerantes, de Irene Zoe Alameda, por el contrario, se desplaza de la convención de la novela con un discurso frenético acerca de la identidad, que tiene la virtud y la calamidad de aturdir al lector.
En Reflejos en un cristal,
Juan Novoa (Madrid, 1969) utiliza unos procedimientos que deben toda su energía narrativa a una trama de conspiración mundial, en la que el narrador, un joven periodista que investiga un crimen, pasa de la inocencia al convencimiento de que la realidad es objeto de manipulación, y de ahí a la convicción de que "la verdad se crea". Una transformación del personaje que indica, de entrada, que el planteamiento quiere remontar la intriga para dilucidar dónde empieza la ficción y sobre qué supuestos se funda la realidad. Y dado que cada día se concede menos crédito a la realidad, Juan Novoa se adscribe a la tendencia que declara que "sabemos distinguir la realidad de la ficción", aunque esto no resuelva qué lugar ocupa la verdad. Su personaje, en consecuencia, deambulará por un territorio muy marcado por las convenciones del género policiaco, para concluir que se encuentra en una invención novelesca. Pero esta estupenda vuelta de tuerca no se aviene con las dotes del narrador, demasiado abochornado como para extraer de la impostura las consecuencias de su descubrimiento: "Ya no me importaba contar la verdad, porque no podría soportar que después de contarla no se estremeciera el mundo". Una vez más, cuando la novela se organiza como una indagación de la verdad, ésta se desvanece para no perturbar el encantamiento de la lectura.
El relato incompleto, de An-
tonio Ventura (Madrid, 1954), sigue pautas igualmente temerosas respecto a la verdad, con un argumento de fracaso sentimental, donde la novela se constituye en la grávida lamentación de un hombre abandonado. La mujer de Juan, sin causas aparentes ni explicaciones, ha decidido que la relación ha llegado a su fin, y sometido a ese trastorno el narrador se propone esperar, y delega en la escritura la invocación de que la mujer reconsidere su decisión: "Yo tengo la sensación de que escribo precisamente porque no comprendo y pienso que de la mano de la escritura puedo comprender y, además, conseguir que no sea demasiado tarde". Y no hay más en esta novela, que carece de progresión, de personajes, de introspección, y que está escrita con un estilo que transpone sensaciones superficiales y unos diálogos tan repletos de obviedades que cuesta creer que escribe un adulto, y no un adolescente, pues cuando el narrador reflexiona sobre el amor, hay que hacer un enorme esfuerzo para soportar su vacuidad. Para este personaje, el amor es una verdad en la que está instalado, y es justamente esa verdad lo que le impide saber algo preciso sobre sí mismo, conocer las razones de su mujer, y ver más allá de sus propias emociones.
Sueños itinerantes, de Irene
Zoe Alameda (Madrid, 1974), revela a una autora de portentosos registros, de ambición desmesurada, de una potencialidad verbal irrefrenable, con un estilo invisible capaz de recoger el desquiciamiento mental de nuestro tiempo y expresar, a la vez, el desorden y la ternura de la cotidianidad, la fascinación de las ciudades y la eclosión fortuita de los recuerdos. Su novela, aunque centrada y prácticamente fija en el personaje de Teo, un mecánico de vuelo, desenvuelve una serie de múltiples identidades surgidas de ese personaje, que se sustituyen y reemplazan como personas distintas atrapadas en el mismo cuerpo, pero no en la misma biografía. Esta superposición de identidades se estructura a través de una narración convulsa, donde los móviles de los comportamientos no se adaptan a ninguna psicología, sino que se guían por los sueños que se inmiscuyen para provocar la emergencia de otra realidad. Zoe Alameda ha afrontado la dificultad del individuo actual de conocerse a sí mismo, y para ello levanta un mapa que cambia constantemente, y en el que extravía a su personaje, errante por distintas ciudades de Europa: Madrid, Bruselas, Roma, Praga... "El errante representa la figura del cambio permanente", se dice en algún momento, enunciando así el dispositivo de desorientación que es clave en la novela. Sin embargo, ésta se contamina del mismo caos que quiere expresar, y la superabundancia de teoría, de grafías caprichosas y de repetitiva vulgaridad, termina por descomponerla en trozos inconexos. Con todo, Sueños itinerantes es una novela cardinal, una propuesta radical e insólita, y Zoe Alameda una de la voces más prometedoras aparecidas en los últimos años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.