Tras las huellas de Ortega
Hace ahora poco más de veinte años, en 1983, se celebró el centenario del nacimiento de José Ortega y Gasset. En una conferencia titulada Presencia y latencia de Ortega, Rodríguez Huéscar, uno de sus discípulos más cercanos, hacía un primer balance y afirmaba: "La amplia latencia del bosque orteguiano promete una no menos amplia presencia futura a medida que se vayan desplegando, es decir, actualizando sus posibilidades...". Aquel futuro es ya nuestro presente. ¿Ha ocurrido así?
Cuando la fiesta del mencionado aniversario terminó, con su estela de homenajes y congresos, exposiciones y cursos de verano, cuadernos monográficos en diarios y revistas, Ortega se quedó entre nosotros, primero de una manera discreta, como el invitado que no desea molestar, pero luego, y poco a poco, como alguien que comenzaba a sentirse en casa en aquella sociedad que había recuperado el nivel histórico de la democracia liberal gracias a la Constitución de 1978 e iniciaba su incorporación a las instituciones europeas. Además de las luces -que algunos juzgaron excesivas- que la figura y la obra de Ortega recibieron por el efecto mediático del centenario, los años ochenta adquirían inesperadamente un aire "rupturista" -como se decía entonces- en muchas manifestaciones, desde la música popular hasta el arte y la filosofía. Menguaba la moda de las negaciones dogmáticas de la filosofía en clave marxista y analítica. El horizonte se abría precisamente hacia nuevas corrientes de pensamiento en las que encajaba bien el legado orteguiano, tales como la fenomenología, la hermenéutica y las corrientes críticas de la modernidad que convergieron en aquel totum revolutum que se llamó "posmodernidad".
La literatura del XX no se entendería sin su aportación a la prosa de ensayo
Podría hacerse una crónica de
la recuperación de Ortega siguiendo la línea que va desde las frecuentes críticas de los años setenta y primeros ochenta, en las que se le niega su condición de filósofo -aunque concediendo con manifiesta ironía que "escribía bien"-, que era buen divulgador o periodista, pensador carente de originalidad, dependiente de la filosofía alemana, hasta las posiciones más ecuánimes y mejor informadas que dominan la escena desde finales de los ochenta, en donde Ortega es presentado como un miembro de la generación europea de 1914 -en compañía de Martin Heidegger, Thomas Mann, Ernst R. Curtius, Virginia Woolf, Thomas M. Keynes, Gabriel Marcel...-, que desarrolla una filosofía propia, enraizada en los problemas de su tiempo y en las corrientes europeas en las que se había formado y que contribuyó a profundizar. También en el plano de lo político se comenzó a leer lo que Ortega escribió sin anteojeras, sin comerse algunas de las palabras que ponía sobre el papel. Se pudo saber que nunca había criticado la democracia liberal, sino las formas morbosas de democracia (la democracia fuera de su lugar natural que es el campo de la política), o que su libro más conocido, el más traducido y quizá entre nosotros el más rechazado, La rebelión de las masas, era más bien una reflexión sobre la historia de Europa y su crisis inmediata, con sabrosas profecías que terminaron cumpliéndose. Pero aunque Ortega ha sido sobre todo filósofo y su obra no se puede entender sin ese anclaje, no es menos cierto que lo desborda. La literatura del siglo XX no se entendería sin sus aportaciones a la prosa de ensayo y en las facultades de periodismo no pueden enseñar su historia sin dedicar un amplio capítulo a las "empresas periodísticas" de Ortega, tan brillantemente continuadas con la fundación de este mismo periódico por su hijo José Ortega Spottorno.
Esa suave pendiente de latencia a presencia por la que se desliza la figura de Ortega desde el centenario de su nacimiento se concreta en que las nuevas generaciones de bachilleres se encuentran con algún aspecto de su obra en los currícula de varias de las asignaturas que cursan, especialmente en el de literatura española y en el de historia de la filosofía, ambas en segundo de bachillerato. En el caso de esta segunda materia, los programas de selectividad, que dependen de los distintos distritos universitarios, suelen incluir algún texto de Ortega como autor de referencia para las citadas pruebas. Por ejemplo, en Murcia han de leer La doctrina del punto de vista de El tema de nuestro tiempo y en Madrid se recomienda la lectura de la lección X de ¿Qué es filosofía?, texto, por cierto, bien elegido pues en sus poco más de diez páginas contiene una excelente introducción a las ideas clave de la razón vital.
Aquellos estudiantes que al
proseguir estudios se orienten hacia las facultades de humanidades se encontrarán sin duda con Ortega en algunos lugares de su camino intelectual. Cada vez es más frecuente que los departamentos de filosofía oferten cursos monográficos o de doctorado para estudiar aspectos de la obra de Ortega. Los estudiantes de arte hallarán en sus bibliografías referencias a La deshumanización del arte o a los Papeles sobre Velázquez y Goya; en ciencia política se leerá La rebelión de las masas, y para tratar de la crisis de la modernidad se recomendará Meditación de la técnica o En torno a Galileo. La actualidad de estos libros y de otros, como España invertebrada, El tema de nuestro tiempo o Meditaciones del Quijote, queda confirmada por el hecho de que estos últimos años la mayoría de ellos se han reeditado en ediciones críticas. Reconocido esto, hay que añadir que la presencia de Ortega en docencia e investigación sigue siendo insuficiente frente a los héroes mediáticos de la jornada: Heidegger, Habermas, Derrida, Rorty... Pero el camino recorrido desde 1983 ha sido considerable. Bastaría con tomar el dato comparativo de las tesis doctorales que se defienden en la actualidad, con las que se leían hace veinte años, o los artículos de investigación que se editan en revistas universitarias para corroborar un diagnóstico moderadamente optimista. A este respecto, la aparición en el año 2000 de la revista Estudios Orteguianos, impulsada por la Fundación José Ortega y Gasset, ha constituido un importante punto de referencia para las nuevas generaciones de investigadores.
Y sin embargo... creo que falta algo todavía para que pueda hablarse de que la comunidad filosófica en lengua española ha terminado de integrar el legado del orteguismo. Quizá haya que esperar a otro relevo generacional para que se disuelvan las últimas resistencias antiorteguianas. Acaso la publicación de una nueva edición de sus obras completas, mucho más cerca que las anteriores de esa tan deseada como imposible "totalidad", mejor secuenciado el, en ocasiones, fragmentado texto orteguiano, junto con el aniversario del medio siglo de su muerte que se avecina para 2005, creen las circunstancias propicias para que la incorporación de Ortega a nuestra vida intelectual sea plena y, sobre todo, eficaz.
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