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Columna
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Castañas

Vienen con el otoño, y dan al otoño sureño un toque de espectralidad centroeuropea. Los castañeros.

Llegan los castañeros con sus factorías portátiles de niebla, se instalan en una esquina y la tarde diáfana se vuelve fantasmal y algodonosa, fantasma de algodón, un humo errante. De pronto, parece que calle abajo va a aparecer el carromato fúnebre del conde Drácula, sin cochero, guiado por nadie, al albur del Mal, con sus negros caballos desbocados, con penachos de pluma, nictálopes ya por su costumbre de cabalgar de madrugada por los caminos ciegos y tortuosos de Transilvania, huyendo del amanecer. Se envuelve todo en niebla y parece, qué sé yo, que por la calle ronda el Golem. Que va a surgir de la trama de bruma el monstruo del doctor Frankenstein, rígido y atormentado, con su horror metafísico de ser un producto del bricolaje. Parece que allá lejos aúlla el Hombre Lobo, esclavo de los caprichos de la Luna.

Los castañeros vierten niebla, y la noche se hace maga. Vierten oleadas de niebla los castañeros, volutas de humo denso y suntuoso, con corporeidad de duende de una lámpara maravillosa, y la calle parece un escenario de crímenes sin resolución posible, porque nadie vio al asesino. La niebla impedía ver al asesino. El asesino tenía por cómplice a la niebla.

Anuncian el otoño los castañeros, y se hacen presentes con su industria de calima artificial incluso cuando las tardes siguen siendo calurosas y huelen a jazmín y a helado de vainilla, y hay una contradicción melancólica entre esas oleadas de niebla y la indumentaria liviana de la gente que compra cartuchos de castañas asadas, que les queman en las manos como un rescoldo anacrónico aún, porque el otoño no llega, porque el verano se resiste a morirse de frío, porque el frío no se anima a salir de su cripta de hielo.

Con su olla requemada, con su lecho de carbones al rojo, ahí están ya los castañeros otoñales, señores del humo, administradores municipales de la bruma, alquimistas callejeros que convierten el pueblo en un bosque brumoso por el que parece que revolotean las hadas pizpiretas de élitros fulgentes y gruñen los ogros que han tenido la desventura de enamorarse de princesas desdeñosas.

Siguen estando las tardes buenas. Apetece pasear. La gente toma bebidas frías en las terrazas. Pero ahí están ya los castañeros, heraldos puntuales del otoño. Ahí están ya, añadiendo irrealidad a las tardes, enigmatizando las noches con neblina, invocando el espíritu del frío, ese frío de dedos góticos que, de un día para otro, nos tocará la espalda, y sabremos entonces que hay que sacar los jerséis gordos y las camisetas térmicas.

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Ahí están los castañeros, mercaderes de otoño, para recordarnos que el verano es ya un sueño, que viene ya el gélido jinete de las espuelas de plata, por así decirlo. Ahí están ya los castañeros para recordarnos, en fin, que la vida pasa, pero también que la vida sigue, envuelta en niebla, volátil como el humo, sin rumbo y sin razón, tan fugitiva.

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