La anfitriona del poder
Elena Benarroch es un personaje atípico en nuestro país. Diseñadora de moda, pero mucho más. Agitadora, propagandista, musa de la izquierda; amiga del alma de Felipe González, Miguel Bosé, Pedro Almodóvar o Daniel Barenboim, está detrás de la imagen de una nueva generación de socialistas, y su casa es lugar de encuentro de la farándula, el arte, el poder y las finanzas.
Felipe González da una larga chupada al habano, se queda unos segundos en silencio, entorna los ojos y elabora su tesis: "¡Ya tengo la palabra! ¡Anomalía! Es la que mejor define a la Benarroch. Ella es una anomalía en el mundo de la moda y de las relaciones humanas, y esa anomalía es la clave de su éxito. Elena Benarroch discrepa de las reglas establecidas. Las rompe. Y la gente rechaza lo que considera anómalo, pero, en su caso, es lo que da valor a su trabajo. Ella no mantiene a los actores encima del escenario, los mezcla con el público. Ofrece un punto de vista distinto. Que a nadie se le había ocurrido. Y eso tiene que ver con su personalidad. Ella es así. Una mujer rebelde, singular, tanto en su vinculación con la moda como en su lucha por la vida. Una anomalía. Y por si fuera poco , en su casa se come un cuscús exquisito".
Efectivamente, Elena Benarroch es una diseñadora de moda. Pero no sólo eso. Es una agitadora. La gran anfitriona del poder. Un personaje atípico. Inclasificable. Poliédrico. Al que se odia o se ama. Pero que no deja indiferente. No es mujer de medias tintas. Dice lo que piensa. Y actúa. Como cuando defendió hasta las últimas consecuencias al ex ministro José Barrionuevo, juzgado y encarcelado por su relación con los crímenes de los GAL. Benarroch se puso manos a la obra. Estuvo, por ejemplo, a su lado en la prisión de Guadalajara, en septiembre de 1998, con esta leyenda en el pecho: "Yo también soy Pepe Barrionuevo". Una actitud que fue machacada por sectores de la prensa, el Partido Popular y las mismas filas socialistas. Barrionuevo no ha olvidado: "Elena fue muy valiente. Piense que tenía una tienda con una clientela mayoritariamente conservadora y se puso de mi lado sin pensar que le podía perjudicar. Fue muy, muy generosa. Los amigos no me fallaron, me fallaron las instituciones".
De lo que se deduce que Elena Benarroch es una relaciones públicas. Y también una antirrelaciones públicas. Domina su oficio: vender. Pero también tiene un carácter endiablado. Fuerte y provocador. Dado a las ironías. Y los altibajos. En segundos, de la comedia al drama. Una "Anna Magnani de la alta costura", define el diseñador y fotógrafo Juan Gatti, autor de la mayoría de los carteles de las películas de Almodóvar. "Es una persona imposible. Es para matarla", bromea Miguel Bosé, su amigo desde la niñez. Elena Benarroch ama con la misma pasión con la que odia. O viceversa. Sabe que lo anómalo vende. Y ella es una tendera, de lujo.
Una alienígena en nuestro país. Con un físico incomparable: ojos de odalisca, eternas ojeras, risa de niña y anatomía de mamma. Creadora, propagandista, grouppie. "Una Pasionaria de la moda", define Gatti. Aglutinadora de glamour y talento entre sus muros ennoblecidos por obras de Modigliani, Haring, Chillida o Calder. Amiga de políticos de izquierdas y madraza de artistas sin edad ni filiación; de altos financieros y de canallas. Puente entre el Mayo del 68 y el universo Almodóvar. Abogada de causas perdidas. Y otras ganadas. Como el 14-M. Cuentan que fue la primera en llamar "presidente" a José Luis Rodríguez Zapatero. "Aunque, al principio, para ser sincera, me ponía muy nerviosa: yo quería que contestara con más mala leche a la derecha , y él con lo del talante Y yo sufriendo: ¡dales caña! Y mira, ése es su talante, y con ese talante ha ganado las elecciones".
Fue la primera en vestir a una nueva generación de socialistas. En prestar su savoir-faire a la causa. Trinidad Jiménez, concejala del Ayuntamiento de Madrid, de conejillo de Indias. La guinda, Sonsoles Espinosa en la boda del Príncipe: "No me gusta eso de asesora de la presidenta. Yo no soy asesora, ni ella es presidenta. Yo soy una amiga que les echa una mano. He hecho vestidos para mucha gente y nunca se ha sabido. Y a Sonsoles le presto o le regalo cosas porque me da la gana. En la boda, mi idea era que fuera joven, fresca, y muy, muy diferente". Color berenjena, zapato plano y pendientes tallados por Felipe González. Demostraron que los enlaces escurialenses habían pasado al baúl de los recuerdos. "A los Zapatero no les interesa el mundo de la moda; a él le gusta que Sonsoles vaya bien y que no se metan con ella. Que pase desapercibida y que no dé que hablar".
Elena Benarroch compone un cóctel explosivo: rica, creativa y de izquierdas. "Bueno", aclara Felipe González, "no es clásica ni para ser de izquierdas. Si un tipo de izquierdas le parece intolerable, pasa de él". Ella interviene: "A mí me han colgado el cartel de socialista y yo no tengo carné de nada, lo que pasa es que la gente te crea una imagen y no te deja escapar de ahí. A mí me ponen como una chiflada socialista, y sí, soy de izquierdas. Y me interesan personas como Felipe o Zapatero, y coincide que son socialistas. Pero nada más. Otra cosa es que piense que en los últimos ocho años, con la derecha, este país ha retrocedido una burrada en cultura y educación".
Un ingrediente más para el combinado: judía por los cuatro costados en un país que hace 500 años expulsó a los judíos. Y acreedora de un poder en la sombra que ella niega. Algunos aventuran incluso que introdujo a Pedro Almodóvar en Estados Unidos. "El lobby judío", dicen. La actriz Loles León, miembro de su núcleo duro, amenaza con colgar el teléfono a este periodista "si sigues por ese camino; aquí no hay lobbies ni sectas que valgan, aquí hay talento y trabajo". Elena Benarroch se limita a reír. "Son películas. Historias que se monta la gente. Todo es mucho más sencillo". ¿Poder? En todo caso, poder de seducción. Poder de convocatoria. Poder de arrastre. Y amigos poderosos. ¿Poder? Más bien influencia.
Para una persona de su entorno fami-liar: "Conforme, ella lleva a su casa a gente importante. Que tiene poder. Pero no cualquier tipo de poder. Ella escoge. Aznar nunca entró en su casa. Y no es que haya un veto al PP, es que Aznar no le interesa".
Antes que nada, la diseñadora que revolucionó el rancio universo de la peletería. Un negocio que olía a ostentación y naftalina. Tenía 24 años. Hace justo 25. Tiñó los abrigos de visón de rosa y de amarillo; les afeitó, les dio la vuelta. Les quitó su brillo de cristal. Los aligeró. Los arrancó del franquismo y los adaptó a la España de la movida. Y los vendió muy caros a la nueva alta sociedad de la democracia. El eco llegó a EE UU. Y el éxito se confirmó en un desfile memorable en Nueva York, en 1985. "Que una española desconocida triunfara en el reino de la alta peletería era como encontrar una aguja en un pajar", analiza Renée López de Haro, periodista de moda que presenció en primera fila aquella pasarela neoyorquina. Elena comenzó a hacer caja. Y sin pausa parió las tiendas más vibrantes de Madrid. Espacios diferentes. Lugares de encuentro, blancos y luminosos, donde el cliente podía charlar y degustar té y bizcocho entre muebles de Jean Michael Frank y Diego Giacometti, antes de gastarse millones en marcas de moda nunca vistas en España.
Elena Benarroch, esta anómala musa del glamour, dirige Elena Benarroch (50 empleados, estudio-tienda-taller) desde una inmensa mesa déco en la que no queda un espacio libre. Una metáfora de su vida. Aglomeración y desorden. Ideas. Tazas de café, pares de gafas, joyas diseñadas por ella, un móvil minúsculo de Calder, muestras de telas y de pieles, recortes de prensa. Alrededor, adherida a la pared, su biografía en instantáneas. Pedro Almodóvar y su troupe; Chavela Vargas y Terenci Moix; su hija Yäel y su hijo Jaime; Felipe González abrazado a Martirio; Antonio Banderas y Melanie; el escultor Martín Chirino; Rodríguez Zapatero y Sonsoles Espinosa; Carme Chacón; Chavela Vargas; Barenboim, de tangos por Buenos Aires; tres grandes de la moda: Alaïa, Yamamoto y Gaultier; Isabel Preysler, y Concha Velasco, y Miguel Narros. Y una enorme del hombre de su vida: Adolfo Barnatán (Buenos Aires, 1951). Escultor, hombre de negocios y la red de seguridad lista para recoger en cualquier momento a esta creadora frágil y pasional.
-¿Sólo tiene amigos famosos?
-Famosos y no famosos. Conozco a mucha gente de dinero: políticos, famosos, ricos, guapos; pero lo que me importa es la complicidad. Y eso no está en una clase social. Yo no quiero aparentar nada. Soy transparente. Soy amiga de Almodóvar, de Miguel Bosé o de Felipe porque nos une una cierta visión del mundo. De la cultura y la educación. La búsqueda de la libertad. Y para eso he querido tener dinero: para no tener que pensar en él. Tener dinero para ser libre.
Buscando la libertad. La primera par-te de esta historia nos lleva a Tánger (Marruecos). La ciudad en la que nació Elena Benarroch en 1955. Una villa que vivía su apogeo económico y cultural. De convivencia entre culturas y religiones. La colonia judía contaba con 20.000 personas. Desde orfebres del Zoco Chico hasta banqueros y negociantes. Su padre, Jacobo Benarroch Benatar, un judío sefardí (descendiente de aquellas familias expulsadas por los Reyes Católicos en 1492 que se refugiaron en el norte de África) educado en Madrid y Orán; políglota, laico, amante de las matemáticas y la literatura francesa, era propietario de la Pharmacie Centrale, en pleno Boulevard Pasteur. "El bulevar era la Calle Mayor de Bardem, el lugar de encuentro: los paseos del sábado por la tarde, la Poste, los consulados, los cines Goya y Roxy. En ese micromundo estaba la farmacia de su familia", describe Bibiana Fernández, actriz, tangerina, contemporánea e íntima de la Benarroch. Bibi se chapuzó a fondo en aquella ciudad internacional a bordo del taxi de su padre. Se respiraba libertad. Sobre todo frente a la vecina España negra. "Tánger marca. Da un talante. Allí se convivía por encima de la nacionalidad, el estatus o la religión. Nos respetábamos. Cristianos, judíos, musulmanes. Juntos en el colegio. En la playa. Aprendimos desde niños a ser tolerantes. Y no se nos ha borrado. Y mamamos un cierto sentido estético, con ese cielo, ese mar bravo, los colores chillones de las especias, las pieles de borrego, los artesanos, los olores, las pipas de kif ".
Exquisitos pasteles parisienses en Chez Porte, tenis en el Emsallah Garden. Su madre, Clara Israel, siempre refinada y a la última. ¿Eran ricos los Benarroch? Responde Elena: "Vivíamos bien. Lo mucho o lo poco que teníamos procedía de la farmacia, que era la más importante de Tánger". Responde una amiga de siempre: "Tenían un buen pasar, pero no eran ricos. Nunca lo han sido. Todo es producto de su trabajo. Aquí no ha habido dinero de familia". Una tercera fuente: "Cuando un judío tangerino tiene un millón aparenta que tiene cien, y eso tiene mucho que ver con Elena. En Tánger, los judíos eran una comunidad tolerante, con buen nivel de vida y amplitud de miras". Elena Benarroch confirma que la práctica religiosa era inexistente en su casa: "Se limitaba a alguna fiesta importante, como el Yom Kipur [el día del arrepentimiento] o el Rosh Hashaná [año nuevo], por respeto a mis abuelos maternos, que eran muy piadosos. Después nos hemos convertido en lo que un judío denominaría judíos perdidos".
En 1962, los Benarroch abandonan Tánger. Aterrizan en Madrid. Como muchas familias hebreas afincadas en el Magreb. Tras la independencia de Marruecos, en 1956, las cosas habían comenzado a torcerse para la comunidad judía. Elena Benarroch no regresaría a Tánger hasta agosto de 2003. "Nunca tuve la necesidad de volver. Nunca. Me convencieron Felipe González y Carmen Romero, que son unos locos de Marruecos. Y fue inolvidable". "Aprovechamos un concierto de Daniel Barenboim en Rabat, con la West-Eastern Divan, la orquesta de músicos árabes y judíos que ha fundado, para llevarnos a Elena a Tánger. Recuperó su infancia de golpe. Fue entrañable. Añoraba sus raíces sin darse cuenta. Y lo mismo le pasó a la Bibi cuando volvió este año", relata González.
Aquel lejano 1962, en Madrid, los Be-narroch, judíos, laicos y cosmopolitas, matricularon a sus dos hijos, Elena y José, en el Liceo Francés, un oasis en el tétrico panorama educativo del franquismo. Las fotos colegiales de la época inmortalizan a una niña gordita con una mata de pelo negro y aspecto altivo. Un aire que aún conserva. Dicen que es su coraza. Elena Benarroch es inmisericorde con su niñez: "Era insufrible, insoportable. Mimada. Siempre de mala leche, rebelde".
Su compañero de pupitre era Miguel Bosé. Algo debió de ver en aquella niña díscola porque se enamoró en el acto. Un peculiar idilio que dura hasta hoy. "En mi época más salvaje, en los ochenta, cuando mi madre me echó de casa, Elena me dio cobijo y me trataba como un hijo más. Y creo que me sigue viendo así", explica Bosé.
Algunos de sus condiscípulos del colegio recuerdan aquella extraña pareja: Miguel Bosé, alto y flaco, vestido de blanco, con alzas, las cejas depiladas y khol en los ojos. "Me llamaban maricón por la Gran Vía". El look de la Benarroch quinceañera lo describe el mismo Bosé: "Era muy guapa; entradita en carnes, pero con cinturita; los ojos muy maquillados, una piel muy fina, siempre de peluquería. Y vestida espectacular. No iba a la moda, se la creaba. Como ahora. Siempre tenía los últimos Vogue y Harper's Bazaar. No sé de dónde sacaba la ropa, no sé si se la hacía ella. Y lo mejor, sus fiestas. En el Liceo Francés las llamaban 'les booms d'Elena'. Tenía una casa enorme, decorada comme-il-faut. Y los padres nunca aparecían por allí y te podías meter mano sin problema. La gente del colegio se daba de bofetadas para que les invitara a sus guateques. Premonitorio".
En 1972, Elena Benarroch y Miguel Bosé terminan el bachiller y se separan. Bosé marcha a Londres a estudiar danza; Benarroch entra como encargada en la farmacia de su padre, en la madrileña plaza de Colón. La relación seguirá vía epistolar. "Yo la veía casada y de perfecta señora de su señor", admite Bosé. Y efectivamente, en ese momento aparece en la vida de Benarroch Adolfo Barnatán, Papu, un judío perdido nacido en París y recriado en Buenos Aires; sofisticado, guapo, con inquietudes artísticas y ganas de comerse el mundo. A él le corresponde la mitad del éxito social y creativo de Elena Benarroch. Recalca Miguel Bosé: "Ella es energía bruta, tesón, pelea. Y Papu ha sabido canalizar esos impulsos. Sin él, ella sería la loca de Chaillot".
El sosegado Adolfo Barnatán aporta sentido común. Visión económica. Olfato. Un artista metido a empresario sin complejos. Recorre el mundo asistiendo a las subastas de pieles. Idea las tiendas. Mueve el dinero. "Estuve 13 años sin exponer, pero nunca he considerado que haya sacrificado mi carrera artística por el negocio de Elena. Desde niño tuve claro que quería ser libre. Hacer lo que quisiera en cada momento. Y para lograr eso tenía que hacer dinero. Dinero para ser libre y no depender del arte. En el arte corres el peligro de encontrar tu formulita para vender, y cuando vendes, no avanzas más. Yo he hecho lo contrario: ganar dinero para poder hacer el arte que me venga en gana".
Barnatán -cabellera y barba blanca, ojos azules, cigarrillo negro, leve deje porteño y modales elegantes- recibe al periodista en su estudio, situado en una calle chic y recoleta de Madrid. El espacio está cubierto por inmensas esculturas de obsidiana, ese mineral volcánico, negro y cristalino, con el que los indios fabricaban las puntas de sus flechas. Lo descubrió en México. Junto a Felipe González, experto en canteras. Se trajeron ocho toneladas. "Trabajarla ha sido un reto. Es muy quebradiza, muy traidora, enseguida rompe; pero me gustan esos desafíos. Primero dominé el bronce, luego la piedra, ahora la obsidiana. Y con Elena, la vida ha sido así: un reto tras otro. No sabemos estarnos quietos".
Barnatán reconoce que de su condición de judío "me interesa el origen, las raíces, y eso no lo cambio; pero nunca hemos sido practicantes. Mi padre era un ingeniero anarquista que se enfrentó a Perón en Argentina. Mi familia es una mezcla de judíos sefardíes, sirios y rusos. Somos unos judíos atípicos que creemos, por ejemplo, que el primer paso para lograr la paz en Oriente Próximo es conseguir un Estado palestino libre e independiente, y que la comunidad internacional se vuelque. El destino de los dos pueblos está irremediablemente unido. No se pueden separar. Tienen que compartir ese territorio con dignidad e igualdad. Y mi amistad con Daniel Barenboim no es porque sea judío o sea importante, sino porque compartimos las mismas ideas".
-Ricos y de izquierdas, muchos les ven como una especie de gauche caviar.
-Asumimos las críticas. Es lógico asumir que si piensas de una forma, y lo defiendes a capa y espada, y lo muestras en público, como con Barrionuevo, se puedan meter contigo. Asumes las críticas porque también defiendes tus ideas.
Adolfo y Elena contrajeron matrimonio en 1974. En la sinagoga de Madrid. Por todo lo alto. "Para toda la familia fue una sorpresa que me casara con un judío, nadie se lo esperaba". Estaba embarazada. Tuvieron una niña, Yäel, hoy actriz y diseñadora en ciernes. Elena continuó en la farmacia de su padre, vendiendo píldoras y condones bajo cuerda. Adolfo, junto al suyo, en un pequeño y floreciente negocio de pieles al por mayor. Se aburrían. Odiaban depender de la familia. Y un día, hace justo 25 años, dieron el salto. No fue premeditado. Un impulso, una corazonada. Vendieron su pisito de recién casados, alquilaron un local, y Adolfo mostró un puñado de pieles a su mujer y la retó: "Invéntate algo con ellas, que tenemos que pagar las facturas". Elena Benarroch tenía 24 años y ningún contacto con el mundo de la moda. "Y me puse a investigar. Siempre había sido creativa, y me propuse darle la vuelta a la peletería. ¡Fíjate qué insolencia! Y Adolfo confió en mí. Así comenzó todo".
Dos expertos en moda analizan su trabajo. La periodista Renée López de Haro lo considera "rompedor e independiente. Como es ella, a su bola, y que la gente diga lo que quiera. Fue la pionera en el corte y el teñido de la piel, y es una figura respetada en todo el mundo. Además, fue la primera en comprender el papel de la prensa especializada". Otro crítico, que exige anonimato, da sus argumentos: "Elena tiene dos épocas en su carrera. En la primera, se convierte en la mejor diseñadora en piel a años luz del resto. En la industria no la podían ni ver, era una revolucionaria. Luego, yo creo que la peletería se le quedó pequeña, era algo demasiado limitado para su creatividad. Podía haber llegado mucho más lejos si hubiera apostado por la moda en un sentido más amplio. Pero no lo hizo. No sé si porque era más rentable la piel o por la propia dispersión de su carácter".
Rara vez Elena Benarroch echa la vista atrás. Pero cuando analiza estos 25 años de carrera, los compara con la rotativa de un periódico, que lanza imágenes a toda velocidad. "Y no puedes pararte en ninguna, porque sigue dando vueltas".
En aquellos primeros ochenta, años de la movida madrileña, en los que en su casa ya se mezclaban gentes del arte y la literatura, de la moda y la fauna del primer Almodóvar, a Elena Benarroch el mercado español se le comenzó a quedar pequeño. Nueva corazonada. Un día paseando por Manhattan, Adolfo Barnatán se quedó pensativo delante de un local en Madison Avenue, a la altura de la calle 64, entre Armani y Donna Karan. Lo alquiló. "Fue una locura. No teníamos dinero, sólo un capital en pieles. Pero siempre nos hemos metido en cosas grandes. Por encima del dinero que cuesten. Sí, es un atrevimiento, pero somos así. Pedimos dinero a los bancos y trabajamos duro", relata Barnatán. Era 1986.
Triunfaron. Revolucionaron el mercado de la peletería neoyorquina. Vendieron más abrigos que nadie. Visones de granja. Todo políticamente correcto. Y se divirtieron. "Ganábamos mucho y gastamos mucho". Apartamento en el Upper East Side, limu con chófer, cenas con la inteligencia neoyorquina servidas por su amiga la escritora Barbara Probst Salomon. Y un ritmo vertiginoso entre España y EE UU. "A veces venía a Madrid por un día. Era una paliza. Pero era divertido. Y teníamos 30 años". La alegría no fue perenne. El crash bursátil de octubre de 1987 fue un síntoma. La economía se había resfriado. Y sus ingresos se redujeron. Una crisis que amenazaba arrastrar el floreciente negocio madrileño. Hubo que plantearse el regreso, pero sin prisa. Antes, nuevo salto mortal: "En noviembre de 1991, para festejar el final de nuestra aventura americana, nos compramos la casa de Andy Warhol". La llamada casa de las once chimeneas, en la calle 66, era un bello townhouse de cinco pisos y 30 habitaciones, algunas de las cuales conservaban objetos personales del rey del pop art muerto cuatro años antes, como ese juego de café multicolor que aún guardan en Madrid. Limpiaron el edificio. Enormes banderolas con el nombre Elena Benarroch cruzaron su fachada. Proyectos que quedaron en nada. Tras aquella última locura volvieron a España. ¿Con el rabo entre las piernas? Elena Benarroch: "No. Más que perder, dejamos de ingresar. Y vivir aquellos años nos compensó. No se puede medir si ganamos o perdimos. Disfrutamos". Adolfo Barnatán: "Nos volvimos orgullosos. Habíamos ampliado el nombre de Elena en todo el mundo y éramos respetados en Estados Unidos. Valió la pena".
La rotativa sigue lanzando imágenes. A toda velocidad. En los noventa, Elena Benarroch inaugura nueva tienda en Madrid: 1.000 metros cuadrados en pleno barrio de Salamanca. Otra corazonada. En pocos años, esa zona se convierte en la milla de oro del comercio de lujo, y Elena, en la anfitriona de moda en Madrid. Por su inmenso salón pintado de crudo desfila la gente más interesante del país. Y todo vip extranjero que se precie. "La única condición es tener talento y buena educación", aclara un íntimo. Combinaciones humanas nunca vistas. El mismo diseñador francés Jean Paul Gaultier, tras una fiesta en su casa en junio de 2000, reconocía que jamás se había encontrado nada igual: "Eso de ver hablando a un ex presidente socialista [Felipe González] con la nieta de un dictador [Carmen Martínez-Bordiú] me parecía alucinante". Otra persona que asistió a una de sus cenas no daba crédito al ver departiendo como camaradas al abogado más importante de la ciudad con Asdrúbal, el entonces novio cubano de Bibiana Fernández. Los directores de cine Félix Sabroso y Dunia Ayaso recuerdan la alucinación de contemplar a Isabel Preysler compartiendo noche y sofá con la intensa cantante Chavela Vargas. "Cuando se fue la Preysler le preguntamos a Chavela: '¿Pero qué la has estado contando?'. Y ella contestó: 'Nada, cosas de México, de mis amigos los chamanes, de la selva, de las serpientes que me he comido. Es muy simpática".
Fiestas sin parar. Sin olvidar los tres viajes a Los Ángeles (1989, 2000 y 2003) para asistir a las entregas de los Oscar a los que Pedro Almodóvar era candidato: Mujeres al borde de un ataque de nervios, Todo sobre mi madre y Hable con ella. La emoción y las lágrimas de la primera vez, "donde los premiados no entendían que tuviéramos esa marcha habiendo perdido". La bestial fiesta de la segunda, en el lujoso bungaló de Elena Benarroch en el hotel Sunset Marquis, con Fito Páez al piano y Penélope Cruz cantando Te estoy amando locamente, de Las Grecas. Y la triunfal tercera.
Pero en Madrid, en la tienda a las ocho de la mañana. Aquí todo el mundo ficha. Buena es ella. El negocio es el negocio. Siempre en el escaparate. Atendiendo. El ojo del amo engorda el caballo. O, como reza un cartel en su trastienda: "Cualquier persona que entra en esta tienda es susceptible de gastarse una cantidad indecente de dinero, y hay que tratarla siempre bien, tenga el aspecto que tenga". Vendedora. Y el resto del tiempo, centrifugadora. Miedo a parar, "porque esto es como en bicicleta: si te detienes, te caes". En 1999 paró. Y se cayó. El desencadenante, la dolorosa muerte de su padre. Rumores de problemas económicos. Cronológicamente, la mayoría absoluta del PP. Tres años muy duros. Por fin nueva tienda. A su imagen y semejanza. Luego, la victoria socialista ha sido la mejor medicina. La noche del 14-M fue de las primeras en felicitar al vencedor en la planta noble de Ferraz con un abrazo de mamma. Elena pedalea de nuevo.
Cuentan que cuando Felipe González comenzó a elaborar sus peculiares joyas, regaló la primera a Elena Benarroch: un impresionante pedazo de ámbar del tamaño de un puño que ella siempre lleva colgado al cuello. González ha seguido regalando esculturas naturales a sus íntimos. Piedras a las que busca alguna conexión con la persona a la que van dirigidas. La de Almodóvar, por ejemplo, es "transparente y retorcida". ¿Y la de Elena Benarroch? Según González, "tiene un color y una luz muy especial. Es como una explosión interna. Como ella".
Lejos de la teoría, ese pedazo de ámbar al periodista se le asemeja a un corazón. A un enorme corazón.
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