Camps gobierna con el piloto automático
A poco que se afine el oído, de la llamada cosa pública autonómica no se percibe otra cosa que el alboroto precongresual del PP valenciano, condensado, además, en las reyertas y desavenencias entre campistas y zaplanistas. Un asunto que puede tener su enjundia y que en alguna ocasión nos ha pasmado por la virulencia de las actitudes, que llegan incluso a preferir la inmolación electoral del partido antes de que la facción contraria salga airosa. Ya se sabe, en estos conflictos familiares el enemigo a batir es el correligionario de la otra obediencia. Lo chocante es que la acritud cainita va en aumento a medida que se aproxima la fecha conciliar, como si ambas partes pretendiesen abocar a la contraria al paroxismo.
Todo al tiempo, el PP indígena, en las pausas que no anda ensimismado en sus problemas internos, parece más atento a la política general, decimos del Estado, que la específicamente comunitaria. Con un par de salvedades. De un lado, suele echar mano del conocido estribillo sobre el Plan Hidrológico Nacional y la obstinación socialista en frustrarlo. Pero nos tememos que, una parte notable de sus huestes, ya no vibra con esta arenga. Opta por el realismo y prefiere soluciones, sobre todo cuando no está claro - o sí lo está- que la Unión Europea financie los trasvases.
También ha sido un buen eslogan, mientras ha durado, el llamado Eje de la Prosperidad que convertía el País Valenciano en el gozne de una especie de El Dorado formado por las Baleares y la capital del Reino. A la postre, tanto el Eje como el Plan se han quedado por ahora en meras pancartas para dar la sensación de que algo se mueve en el Palau de la Generalitat. A lo mejor, el nuevo frente constituido por las autonomías de obediencia popular, recientemente articulado para exprimir colegiadamente al poder central, nos rinde unos beneficios no previstos en la política del presidente Camps.
Quizá piense el lector que lo dicho es una visión simplificadora de la acción del Gobierno valenciano, cuando es evidente que el país proyecta una imagen de actividad febril e incluso desmedida en lo tocante a la promoción inmobiliaria. Un sector que no decae, sino todo lo contrario, y cuyo mercado nos sitúa a la cabeza de las transacciones españolas en la compra y venta de vivienda. Pero este fenómeno, innegable, no acaba de emerger, sino que viene de lejos y tiene visos de proyectarse todavía largo tiempo con altos rendimientos sin que haya sido decisiva ni constatable la acción de la Administración.
Con esta excepción espectacular, y algunas otras plausibles, pero menores, como la porfía por organizar y lucirse con la Copa del América, ¿sabría alguien describirnos cuál ha sido y es la política de éste Consell, qué proyectos van a calificar su tránsito por el gobierno del país o qué hitos habrá conseguido más allá de las cien mil viviendas prometidas? Y no es una pregunta que se nos ocurre al buen tun tun y por fastidiar, ya que nos limitamos a transcribir una preocupación de cenáculos comprometidos y cualificados, sobre todo en los ámbitos económicos y productivos tradicionales, donde ya no cunde la euforia de otrora y se mira el futuro con más reservas que esperanzas.
No en balde, éste ha sido el objeto del pacto industrial que se proponía presentar en las Cortes el portavoz del PSPV, Joan Ignasi Pla. Un pacto cuyo contenido ignoramos, pero el mero enunciado resulta significativo de su oportunidad. El molt honorable ha declinado debatirlo en la sesión parlamentaria prevista, ausentándose por otros compromisos de agenda. No vamos a caer en la demagogia de cuestionarle qué atenciones ha preferido por más apremiantes. Pero lo que podemos deducir de su espantada es que bien no comparte el calado de la crisis, bien no tiene soluciones o bien prefiere prolongar esta forma de gobernar mediante piloto automático, según la cual todo habrá de resolverse por su sola inercia o, si no se resuelve, que Dios nos coja confesados.
El corolario es sobradamente ilustrativo: esta legislatura se ha ido, o poco menos, a la porra, y apenas quedará de ella el estruendo de la batalla interna del PP. Zaplanistas, campistas, ¿pero a quién importa ese ball de Torrent?
DESCORTESÍA
Del presidente de las Cortes Valencianas, Julio de España, no se debe esperar una acentuada vocación autonomista, ni tampoco una deferencia emocional con respeto a nuestras instituciones de gobierno. Puede que les saque provecho personal y buen sueldo, pero jamás han estado en su ánimo y memoria histórica. Pero eso no le exime de ser respetuoso con todas y, especialmente, con la que representa la voluntad del pueblo soberano. Tanto más, si es su presidente. Esta semana, por mor de una conversación telefónica de carácter partidario, soslayó sus deberes parlamentarios y desairó al Consell. Una grosería.
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