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Columna
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Karl

En Austria la carcunda está que trina porque le han dado el Premio Nobel de Literatura a Elfriede Jelinek. Conociendo su obra y sus opiniones, no hay para menos. Por suerte, el Papa ya había compensado de antemano este agravio canonizando a Karl Franz Joseph, que calentó brevemente el trono imperial de Austria con el nombre de Carlos I. Sobrino nieto del emperador Francisco José, al morir éste en 1916, y por una serie de carambolas dinásticas, heredó entre otros títulos el de emperador de Austria y el de rey de Hungría, rey de Bohemia, rey de Dalmacia, rey de Croacia, rey de Jerusalén, príncipe de Auschwitz y voivoda de Serbia. Tenía 27 años, era católico ferviente y hombre manso y rezador, pero sus virtudes pasaron inadvertidas porque también había heredado la dirección colegiada de la Primera Guerra Mundial, a la sazón en pleno apogeo. Dos años después firmó sin pena la rendición incondicional y con menos alegría su renuncia a todas las coronas. Tras un intento fallido de recuperar el trono de Hungría, se exilió con su familia en la isla de Madeira, donde murió cristianamente el 1 de abril de 1922. Fue enterrado con el uniforme del 17º regimiento de infantería de Krain, que había llevado consigo a Madeira. Sus despojos yacen todavía en Funchal, en la iglesia de Nossa Senhora do Monte, a la espera de ser trasladados a la solemne y tétrica cripta de los capuchinos, en el centro de Viena. Previamente, y en previsión de que su nueva condición de santo despierte el ansia de los devotos o la codicia de los mercaderes de reliquias, el ataúd ha sido recubierto de plomo y sellado. En realidad, las gestiones encaminadas a llevarlo a los altares se habían iniciado casi antes de su muerte, impulsadas por un grupo austriaco nacionalista, ultramontano y solvente. Hace un par de semanas, tras un proceso largo y minucioso, la porfiada mediación del obispado de Viena, un milagro de puro trámite y otras razones que escapan a mi comprensión, acaba de ser canonizado. Hoy desde el cielo sin duda ve con buenos ojos que le hayan concedido el Premio Nobel a Elfriede Jelinek, mujer atea y rebelde, pero en fin de cuentas súbdita del imperio a cuya disolución él mismo contribuyó, con la discreta modestia que corresponde a un santo.

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