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Columna
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El periodismo en los tiempos del cólera

Juan Luis Cebrián

EN LA VENECIA del XVII, los gondoleros vendían por la más pequeña de las monedas de la república, una gazzetta, hojillas manuscritas en las que se comunicaban, con singular promiscuidad, hechos verdaderos y falsos, calumnias y denuncias, maledicencias o informes procedentes de los comerciantes llegados a la ciudad y que se transmitían de boca en boca entre navegantes y trabajadores de los muelles. Eran historias increíbles, pero la gente parecía dispuesta a admitirlas, y pagaba por ellas igual que lo hacía porque le leyeran las rayas de la mano. Enseguida, los gobiernos descubrieron la utilidad propagandística de las gacetas, y reyes y validos se dedicaron a prestigiarlas, otorgando a determinados súbditos el privilegio de su publicación e institucionalizando sus funciones. La palabra gaceta se universalizó, dejó de denominar una moneda dando nombre al periódico impreso, aunque el proceso no fue lo bastante intenso como para evitar que todavía llamemos gacetilleros a los periodistas irrelevantes, superficiales o que trabajan sin rigor.

Los espías, los policías y los novelistas suelen prestar más atención que nosotros a las anécdotas, con lo que mejora su productividad
La prensa descubrió que los medios, todos los medios, eran complementarios y no había lugar para el pánico
En la red, las noticias se mezclan con los rumores, los engaños o las fantasías, y se venden por menos de una gaceta
Algunos se preocupan, con harta razón, por las tendencias autoritarias que se aprecian hoy en las democracias más viejas del mundo
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10.000 números de EL PAÍS | Artículo de Cebrián

Todo esto demuestra que nuestra profesión tiene, a la vez, un origen canalla y un pedigrí regio. Reporteros y columnistas no cesan de reclamar su pertenencia al pueblo llano, pero luchan denodadamente por participar de los placeres y dignidades de la corte. Por lo demás, los bulos de los gondoleros interesaban tanto a los empresarios como a los amantes de la literatura, que ya habían concedido a Herodoto el título de historiador aunque se permitiera inventar la existencia de los hombres sin cabeza. El espíritu del periodismo pudo enlazar, así, con la mitología romana y enseguida hubo quien descubrió la conveniencia de llamar mercurios a los diarios. Mercurio era el dios del comercio y consiguiente patrón de mercaderes y ladrones, pero también, en su versión helénica de Hermes, era mensajero de los otros dioses y protector de la elocuencia, lo que le convirtió en padrino de los mentirosos y cómplice de los estafadores.

El periodismo moderno nació ligado al dinero, bien o mal ganado, y al poder, mal o bien ejercido, pero también, aunque es menos frecuente señalarlo, al café y al tabaco, drogas canonizadas hasta hace poco por nuestra civilización. En la Italia del XIX un cigarro toscano costaba ocho céntimos y el comprador solía pagarlo con una moneda de 10, con lo que el estanquero le devolvía dos. Un editor de Florencia decidió publicar un periódico bajo el título Il Resto del Sigaro (literalmente, la vuelta de lo que se pagaba por un cigarro), estableciendo el precio del diario en esas monedas que sobraban. De este modo, por 10 céntimos, uno podía fumarse un toscano y leer un diario de ocho páginas, cómodamente sentado en cualquiera de los cafetines de la ciudad, en los que se comentaban las noticias, se discutían las opiniones y se fraguaban las conspiraciones.

Aquellos productos de la prehistoria del periodismo se esforzaban mucho más en ser baratos que en ser creíbles y el respeto no les venía tanto del hecho de que dijeran la verdad de las cosas como de su relación con el poder. Tenían una gran vocación de halagar y complacer a su público con historias que les interesaran, truculentas o macabras unas, risueñas las menos, pero todas con hondo contenido humano o llenas de rabioso activismo político. Y sabían mezclar, con singular maestría, la defensa de valores sublimes, como la libertad o la rebeldía frente a los abusos del poder, con la de las cuentas de resultados de unos negocios verdaderamente opíparos.

Un adagio inglés asegura que periodista es todo aquel que va por la calle, se detiene, ve lo que sucede y se lo cuenta a los demás, pero un refrán español añade que nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira. De las formas de contar, del énfasis, los adjetivos, la transparencia y la ecuanimidad, depende en gran medida el aprecio que uno reciba por parte de los lectores. Las dotes de observación son, por eso, fundamentales en el periodismo, pero tampoco constituyen algo específico de él. Los espías, los policías y los novelistas suelen prestar más atención que nosotros a las anécdotas, con lo que mejora su productividad. Sea por esta incapacidad de los narradores, o por su malevolencia, el periodismo nació ligado a la ficción, a las deformaciones más o menos interesadas de la realidad y a la interpretación de los hechos de acuerdo con poderes que le trascendían. Eso le predisponía, ya en su primera infancia, a convivir con la civilización del ocio y con el mundo del espectáculo, tanto como con los elementos del romanticismo y el patriotismo que ayudaron, durante el siglo XIX, a la creación de conciencias colectivas e identidades nacionales. La última guerra colonial de la España del XIX, que se saldó con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fue un conflicto agitado por las columnas de los periódicos de Hearst. Éstos no dudaban en manipular y mentir cuanto fuera preciso para exaltar el ánimo patriótico de los norteamericanos en su solidaridad con los rebeldes de la perla del Caribe. Los métodos del ciudadano Kane, en su temprano ensayo de capitalismo salvaje aplicado a la prensa, no se diferenciaban mucho de los que años antes había administrado Karl Marx como director de la Nueva Gaceta del Rin. Desde sus páginas, Marx se dedicó a agitar las aguas de la revolución alemana y a propiciar la guerra con Rusia. Como los de Hearst, sus periodistas eran también combatientes. En la redacción del periódico había fusiles, bayonetas y cartuchos. La lección fue bien aprendida por Lenin, quien comprendió que un periódico era el mejor agitador colectivo imaginable. La historia de la prensa se encuentra íntimamente ligada a la de las guerras y las revoluciones. Los movimientos de masa eran lo suyo, pues era la masa a la que se dirigían los periódicos, y quienes los fabricaban comprendieron que el amor y la muerte, el sexo y la sangre, han sido siempre grandes verdades que han conmovido a la humanidad, independientemente de razas, religiones o clases sociales. Cuando Orson Welles emitió su famoso programa de radio sobre el choque de los mundos, algunos de los que conectaron la radio después del inicio de la narración pensaron que asistían a un reportaje sobre un hecho cierto, y no faltó quien se arrojara por la ventana, presa del terror. Se demostró, así, lo fácil que era confundir realidad y ficción, verdad y mentira, en los llamados medios de comunicación de masas y lo cerca que estaba ya la información del espectáculo. La irrupción de la televisión vino marcada por los mismos signos que el periodismo primitivo: sus contradictorias relaciones con el poder político y económico, y su moderna tendencia a mezclarse con el culto al cuerpo en todas sus manifestaciones. La Feria Mundial de Nueva York de 1939 fue la ocasión elegida por la NBC para que el presidente Roosevelt saludara por vez primera desde la pantalla a los neoyorquinos que pudieran verle en alguno de los 150 receptores diseminados por la ciudad. En días sucesivos, unos partidos de béisbol y un combate de boxeo fueron las retransmisiones estrella del nuevo invento.

Desde sus inicios, el deporte se definió como uno de los poderosos motores capaces de desarrollar el mundo de la comunicación. En la actualidad, junto con la pornografía, es el más formidable impulsor de las tecnologías avanzadas en televisión digital, sea por cable, satélite o por Internet.

La aparición de los medios electrónicos y audiovisuales causó en su día considerable alarma entre los diaristas y sus empresarios, ante la eventualidad de que el favor del público les abandonara. Los periódicos se esforzaron en buscar un nuevo papel. Conservaron su rol emblemático, convertidos en banderas de ideologías, posiciones políticas o reclamos populares, pero perfeccionaron sus sistemas de impresión y distribución, incorporaron la fotografía, primero, y el color, después, mantuvieron precios relativamente moderados y descubrieron su misión explicadora de las noticias y difusora de las opiniones. Además, se proclamaron campeones del pluralismo, ante la poca variedad de la oferta televisiva que, durante mucho tiempo, se ejerció de forma monopolística —pública o privada —, y se adentraron en las fórmulas del nuevo periodismo, con escritores tan espectaculares como Capote o García Márquez, o del llamado periodismo de investigación, que provocó la ira, el descrédito y la dimisión del presidente Nixon por el caso Watergate. No obstante, las tiradas y difusiones no crecían de acuerdo con el aumento de la población, desapareció la mayoría de los periódicos vespertinos y la publicidad encontró nuevas y más poderosas formas de expresión. A pesar de estas dificultades, la prensa descubrió que los medios, todos los medios, eran complementarios y no había lugar para el pánico.

A mediados de la década de los setenta y principios de los ochenta del pasado siglo, los diarios reemplazaron paulatinamente las técnicas del plomo e incorporaron la edición electrónica. El desarrollo de los satélites artificiales les permitió ampliar su mercado. La prensa había sido fundamentalmente un fenómeno local o, todo lo más, nacional en los estados pequeños o medios. Dada su importancia para la configuración de la opinión y la creación de identidades colectivas, la distribución de diarios recibía numerosos apoyos públicos en la mayoría de los países. Tarifas subvencionadas en correos y hasta trenes o aviones especiales ayudaban a difundir un producto considerado de primera necesidad por todas las democracias, pero también por las dictaduras, habida cuenta de su afición a la propaganda. Los satélites demostraron que podían ser útiles no sólo para la difusión de la televisión a las cabeceras de cable, o directamente a los hogares dotados de antenas parabólicas, sino también para la dispersión de las facilidades de imprenta y la publicación a distancia de los diarios. Eso ha permitido que un periódico antes minoritario como el Wall Street Journal se convirtiera en el de más tirada de Estados Unidos, o que el International Herald Tribune sea verdaderamente un diario global, con ediciones en los cinco continentes. La televisión avanzó por iguales derroteros. Los Juegos Olímpicos deMoscú, en 1980, fueron la oportunidad de la CNN para convertirse en la primera cadena planetaria de noticias. Más tarde, con ocasión de la guerra del Golfo, se puso de manifiesto su primacía como fuente de información en las crisis mundiales.

A partir de 1993, el Gobierno de Estados Unidos promovió la liberalización de las telecomunicaciones, propiciando la extensión de Internet, a base de abrir a los ciudadanos las antiguas redes de inteligencia, defensa e investigación de Estados Unidos. Cuando Bill Clinton asumió la presidencia, apenas había unos cientos (quizá menos) de páginas web en la Red. Hoy se cuentan por miles de millones. Hasta 1989 no se creó el lenguaje del hipertexto y los primeros navegadores llegaron al mercado a principios de los años noventa. En poco más de una década, el crecimiento del uso de Internet ha sido explosivo. Sorprendidos por el pinchazo de la burbuja digital, algunos piensan que se exageraron las expectativas en torno al impacto que la red de redes iba a suponer en el comportamiento de la economía, la información y las comunicaciones mundiales. Pero el aventurerismo financiero de unos cuantos no debe confundirnos a la hora de hacer predicciones. La sociedad digital, cuyo paradigma más evidente es Internet, está revolucionando nuestros comportamientos, tanto individuales como sociales, y significa el comienzo de una verdadera nueva civilización. No cabe duda, por eso, de que influirá poderosamente sobre el periodismo y sus diversas manifestaciones.

En menos de diez años, quizás en menos de un lustro, toda la información disponible en el mundo estará en la Red, al alcance, en principio, de todos, con tal, claro está, de que estén conectados al sistema y tengan las habilidades y capacidades necesarias. El viejo sueño de la biblioteca universal está a punto de cumplirse: todo el saber coleccionado, archivado, ordenado, a disposición de los usuarios. Pero, además, un saber dinámico, interactivo, dialéctico, en continua expansión gracias a la intervención de esos mismos usuarios. Un hecho así convierte en anticuado el adagio de que "quien tiene la información tiene el poder", porque la información se ha convertido casi en un bien mostrenco, al servicio y al alcance de la generalidad de los ciudadanos. Una mayor abundancia de información no significa, empero, una mejor información y quizás por esa vía podamos descubrir algunas de las nuevas misiones mediadoras del periodismo entre la sociedad y los individuos: el análisis, explicación y selección de los hechos; el descubrimiento de aquellos datos que existen y son públicos, pero nadie conoce, porque están al alcance de todos, pero no saben cómo llegar hasta ellos.

Las tecnologías avanzadas, de alguna manera, nos devuelven a la prehistoria del periodismo. En la sociedad de la información los canard parisinos y los gazzetanti venecianos campan por sus respetos. En la Red, las noticias se mezclan con los rumores, los engaños o las fantasías, y se venden por menos de una gaceta, porque se ofrecen de forma gratuita, buscando refugio económico en las prácticas de la antigüedad clásica: como Horacio, aspiran al mecenazgo de algún emperador, aunque tenga el aspecto de una botella de Coca-Cola. Descubrimos, también, el retorno a los tiempos épicos del periodismo en los que un hombre solo, con una pluma y una resma de cuartillas, se disponía a desafiar al mundo. Así nació el Herald de Nueva York. Su fundador, James Gordon Vennett, hacía las veces de reportero, director, cajista, impresor, distribuidor, agente de publicidad y experto en mercadotecnia. La Red permite también el periódico hecho por un solo redactor, e incluso, dirigido específicamente a un solo lector: propicia la personalización de la información, su especialización al máximo. Algunos se preguntan sobre el futuro del soporte papel para libros y diarios, al que Bill Gates ha vaticinado una supervivencia breve. Es todavía pronto para establecer previsiones de ese tipo, que tienen que ver no sólo con los avances de la tecnología y las demandas de racionalidad económica o ambiental sino, sobre todo, con los hábitos de los consumidores. Pero no debe haber sitio para el temor ni la desesperanza. Al cabo, ¿no será mejor leer en una pantalla de cristal líquido, flexible, bien iluminada, con grandes letras, y capacidad de enlaces a otros temas a través del hipertexto, que hacerlo en un papel con cara de añoso, mal impreso y lleno de imperfecciones? Lo que sucede es que un periódico en la Red no es un periódico: no sale periódicamente, sino que se renueva de continuo; disfruta de la convergencia entre textos, vídeo y audio; y puede dirigirse a un mercado planetario, sin fronteras geográficas ni temporales que lo impidan. En la sociedad de la información, la humanidad se adentra en un mundo desconocido y sorprendente para ella: es necesario comenzar a construir casi desde los cimientos.

Ésta es la sensación que nos produjo el ataque terrorista contra las Torres Gemelas. Cientos de millones de personas de todo el mundo contemplaron en directo, a través de las pantallas de sus televisores, aquel drama inigualable que adquiría, por momentos, tonos y representaciones del mejor y más increíble de los guiones de Hollywood. ¿Cabe mayor metáfora de la globalización de la información, de la globalización de la economía, de la globalización del poder, de la guerra y la paz, del terrorismo y el miedo, que los sucesos del 11-S?

Algunos se preocupan, con harta razón, por las tendencias autoritarias que, como consecuencia de eso, se aprecian hoy en las democracias más viejas del mundo, atemorizados sus ciudadanos por la lábil e insidiosa amenaza del terrorismo. Aumenta la autocensura en los medios de comunicación, cuando no la censura a secas, administrada por los gobiernos. Nos hallamos ante una opción difícil entre los elementos de seguridad y libertad que las poblaciones demandan, un equilibrio siempre inestable en cualquier democracia, que ahora inclina su balanza a favor de la seguridad, porque las gentes han sufrido y sufren un ataque indiscriminado y letal. ¿Dónde está, sin embargo, la línea sutil que separa la propaganda del deber de informar, la sumisión al poder legítimo en tiempos de crisis, del derecho a la libre expresión? Ésta es la hora de la reflexión y la autocrítica, más que la de las acusaciones, y me gustaría que la efemérides que hoy conmemoramos sirva a este propósito.

A la hora de escribir para este suplemento, pude haber sucumbido a la tentación de contar mi particular batallita sobre la historia de un diario del que nos sentimos, creo que legítimamente, muy orgullosos. He preferido, no obstante, bucear un poco en el devenir general de la prensa, convencido de que en los orígenes de nuestra profesión está también inscrito su destino. Coincide esta conmemoración del número 10.000 de EL PAÍS con un interesante momento de cambio en la sociedad. A mi modo de ver, no sólo se trata de la alternancia política, sino de un relevo generacional que nos trae culturas, valores y comportamientos nuevos, confrontados a diario con las formas de hacer y gobernar del antiguo régimen. Espero y deseo que nuestro periódico permanezca atento a estas mutaciones y que sus redactores se esfuercen en comprenderlas y asumirlas de la forma dialéctica y crítica que siempre les ha caracterizado. Por lo demás, si me he entretenido en estos apuntes es porque una mirada al pasado de nuestra profesión puede ayudar sobremanera a describir su futuro. Descubriremos, así, cómo será el periodismo en los tiempos del cólera.

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