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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La novela de Euskadi

Quizá para defenderme de los puristas, he llamado a esta considerable novela como "de Euskadi" y no "vasca", pues está escrita en castellano y no en euskera, que conste, y como todavía se sigue discutiendo cómo se define la literatura, si por la lengua en que se expresa o por lo que cuenta, diremos que las letras vascas se definen tanto por lo que cuentan como por cómo lo cuentan (no sólo por su lengua sino más allá de esa mera lengua, pues se trata de un país más oral que escrito, verbal y ágrafo), lo que nos deja siempre sin saber cómo definimos a un país, por milenario que sea o se pretenda. Milenarias son las culturas orientales y algunas occidentales, que poseen sus historias y sus lenguas acreditadas por testimonios fiables, por sus documentos y sus monumentos o literaturas realmente existentes, no por falsedades o leyendas sin base real, donde la palabra mito encuentra la ficción o lo ficcional en el sentido de engaño o mentira.

VERDES VALLES, COLINAS ROJAS (1. La tierra convulsa)

Ramiro Pinilla

Tusquets. Barcelona, 2004

746 páginas. 22 euros

Digamos entonces que esta magnífica novela vasca está escrita en la lengua que hablan y escriben por lo menos la mitad de los vascos, y que su definición le viene dada por aquello de que trata: del espacio, la gente y la historia reciente del País Vasco. ¿Acaso Unamuno, Baroja o Ignacio Aldecoa no son también escritores vascos aunque escribieran en castellano -y en todo caso son mejores que los escritores que lo hacen hasta hoy en un vasco todavía artificial o artesano-? Aunque, para terminar de definir esta gran novela de Ramiro Pinilla, diré también que se trata de una novela mítica, o con ambición de serlo, del mejor ejemplo actual de un género que parecía ya olvidado en los polvorientos desvanes de nuestro mercado: la novela épica, sin más, aunque también sin menos. Sin olvidar que estamos en presencia de la primera parte (La tierra convulsa) de toda una trilogía que al parecer va a acercarse cuando esté completa a las dos mil páginas de letra más bien pequeña y de considerable formato. Pues esta epopeya "vasca" es toda una aventura para su autor, para su editor, que hasta aquí se han arriesgado, y hasta para sus lectores que van a correr los riesgos de una aventura estética y mental incomparable, repleta de riesgos de primera magnitud.

Bueno, mientras acudimos a los grandes críticos de ayer y de hoy de toda ideología y pelaje (desde Hegel y Sainte-Beuve o Menéndez Pelayo hasta Northrop Frye y György Lukács, para recordar que la novela es la forma actual -o degradada- de la épica, con lo que tiene todo el derecho del mundo a intentar darle la vuelta a la tortilla) podemos también pensar que no puede existir una buena novela que no integre en su seno buenas dosis de épica, y no está nada de mal recordarlo en estos degradados (éstos sí) tiempos de ligereza y risas por doquier por lo que el mercado apuesta ahora sin parar. Pues si miramos a los más grandes de nuestro pasado más reciente -Joyce, Proust, Kafka, Faulkner, Mann, Céline, hasta Asturias, Borges, García Márquez, Cela o Juan Benet- oiremos lo épico manteniendo de las maneras o metamorfosis que sean toda gran creación literaria hasta nuestros días.

Y de esa corriente, que podemos calificar de inmortal, se reclama -aun con toda ingenuidad- este Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) que ganó el Premio Nadal en 1960 con Las ciegas hormigas, una fábula trágica épica y desesperada a la que se calificó de "faulkneriana" (su técnica se inspiraba en Mientras agonizo) de lo que luego algunos nos servimos para definir a su autor como precursor de Juan Benet (junto al navarro Pablo Antoñana, con quien tantas similitudes le unen, de carrera tan desigual como la suya aunque más reconocido oficialmente al final, que cada autonomía cargue con sus apuestas y resultados). Con una obra iniciada con El ídolo (premio Mensajero en 1958) anterior a Cien años de soledad (1967) y posterior a La hojarasca (1955), Ramiro Pinilla reconoció pronto su fascinación por autores como Faulkner y García Márquez, sin duda porque sus proyectos se le acercaban. Con el Premio Nadal obtuvo también el de la Crítica al año siguiente, y tras una excelente novela policiaca, En el tiempo de los tallos verdes (1967) -cuyo protagonista narrador y detective a la vez desde su silla de ruedas, Asier Altube, el Cojito, es recuperado en otras de sus obras hasta en ésta de hoy-, luego quedó finalista en 1971 de un Planeta con Seno, y también del Villa de Bilbao con El salto (1975). Mientras tanto, el escritor, que había sido marino, se había casado y construido una casa con sus propias manos en Guecho (Getxo) a la que llamó Walden, todo un programa de socialismo utópico.

Luego algo se quebró en la im-

parable carrera de aquel escritor que había organizado su mundo, el País Vasco, para ser su Homero. Problemas familiares, riñas con sus editores, creación de ediciones populares sin demasiados medios (Libropueblo), adopción de la fe marxista o socialista para ver el mundo, y al final una serie de libros que no llegaron bien al público, como Guía secreta de Vizcaya, los relatos de Recuerda, oh, recuerda (ambos de 1975) o la gran tragedia realista y hasta miserabilista, pues lo mezclaba todo, lucha de clases y combates políticos en los dos volúmenes de Antonio B..., el rojo (1977). Luego llegaron más relatos, algunos recuerdos de la guerra, o ensayo teatral, una que otra novela corta, como Quince años (1990), Huesos (1999) y hasta un primer ensayo de esta Verdes valles, colinas rojas, empresa en la que lleva trabajando casi veinte años y que ahora ve la luz en su definitiva versión, donde reunirá los cabos sueltos de esta epopeya vasca total.

En fin, que he llegado al final de este comentario sin hablar apenas del libro que lo motiva, aunque con la sensación de haberlo dicho todo, pues lo demás es argumento o descripción, esto es, lo innecesario. En su especial mitología vasca, el pueblo viene del mar, se funda en torno a un roble perdido y en 48 caseríos, de los que aquí aparecen 12, donde sus estirpes se juntan y se separan, se cruzan, se pelean, descubren las minas de hierro y carbón, creen en una religión fundada en torno a la aparición de un ángel soñado por su madre soltera, o un altar-mostrador también venido del mar y donde se bebe txakolí y se cruzan apuestas (cuyo traslado da lugar a un bar, a una ermita, a una iglesia que lo falsea todo, momento feroz y humorístico) mientras los hombres de hierro se enfrentan a los de la madera, y el nacimiento de otro bastardo desencadena toda la historia reciente del país durante la primera mitad del siglo XX, sumida en el enfrentamiento entre el capitalismo y el socialismo a través de una guerra civil que vendrá después, pero cuyas consecuencias y aventuras se nos describen con una minucia y humor simbólico. En fin, todo un mundo infeliz que sueña con la felicidad perdida, basado en los mitos de un origen que no puede purificar nada, en lo genesiaco, en la virilidad perdida, en el orgullo de las virtudes y los defectos a la vez, en una falsa virilidad, en el aislamiento, la impenetrabilidad, donde el tiempo no sucede porque está siempre estancado, perdura el odio a lo ajeno que desemboca en mil años de soledad, esperando al último vástago con cola de cerdo, pues para que un país exista basta con que lo soñemos. Y todo ello contado en torno a esta pareja imposible, el viejo maestro nacionalista y su discípulo casi inválido y socialista, mientras el lector se queda quieto tascando freno, soportando ingenuidades y torpezas, momentos fríos y cálidos, siempre grandiosos y aguantando cabos sueltos a la espera de que todo se pueda anudar definitivamente al final. Que ojalá así sea.

Altos Hornos de Vizcaya, a principios del siglo XX.
Altos Hornos de Vizcaya, a principios del siglo XX.

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