Oteiza: el retorno de Ulises
Sabemos más acerca del Oteiza hombre que del escultor, quizá porque no se ha hecho una revisión correcta de su obra ni una exhibición de su trayectoria con la perspectiva que merece, más allá de lo rutinario y fragmentario. Se ha dicho que Jorge Oteiza (Orio, 1908-San Sebastián, 2003) es uno de los artistas vascos más relevantes del siglo XX, y puede que precisamente ése haya sido su lastre. Vasco sí -y lo que le costó romper el cascarón más que a cualquier otro artista de su talla, como Julio González- pero sobre todo universal, no sólo por la autosuficiencia de su obra, también por su vitalidad y su extraordinario poder para definir a partir de la forma y material más sencillos toda una teoría del conocimiento. Después de visitar la retrospectiva que le dedica el Museo Guggenheim Bilbao, resulta difícil no pensar que, si bien Oteiza no es un hombre apartado de la escultura, sin duda es un gran incomprendido. De ahí el mérito de Txomin Badiola -profundo conocedor de su obra, amigo y ayudante- y Margit Rowell a la hora de trazar con habilidad un recorrido por 140 esculturas, 43 dibujos y collages donde el visitante podrá encontrar condensada toda la imaginación moderna que, hasta el final, no deja de volver su mirada a la espiritualidad y energías primarias de los movimientos de vanguardia.
OTEIZA. MITO Y MODERNIDAD
Museo Guggenheim Bilbao
Abandoibarra, 2. Bilbao
Hasta el 9 de enero de 2005
Patrocinio: Iberdrola
El Oteiza que nos trae esta retrospectiva es el artífice del perfecto sentido de la forma vacía, el que evoca la ilusión de la luz, el que ve en la ecuación de Einstein la forma más bella, el que juega con el ojo fijo y el espacio en movimiento, el matemático y el religioso -no devoto-, el artista que fue capaz de descubrir en la geometría el enigma, al conseguir encantar y sobredimensionar nuestro sentido del espacio, como en un escenario metafísico. El Oteiza que no nos trae -ni atrae- es el que se deja dominar por el espacio, a base de agrandar sus esculturas, de convertir en estatuaria mortecina sus sutiles cajas poliédricas, maclas y unidades Malévich donde lo importante es lo que el espectador piense de la obra (ahí descubrimos al escultor que comienza a elaborar sus esculturas protominimalistas e inventa infinitas maneras de interrumpir su propia narración para hacer que el espectador cuente la historia). Por fortuna, Badiola y Rowell han prescindido de todos esos formatos grandes desperdigados por la geografía vasca y más allá (aún hoy no se entiende el porqué del indulto a la Ola del Macba, frente al edificio de Richard Meier), que distorsionan todo ese mundo tan clínico y algo quijotesco definitorio del Oteiza más puro pero también del más vulnerable.
Esta muestra de última generación -la anterior, comisariada también por Badiola, la organizó la Fundación "la Caixa" en 1988- reúne fondos de la Fundación Museo Jorge Oteiza, el Reina Sofía, la colección Macba y la colección Huarte, y parte del escultor inicial e indicial, que señala a Jacob Epstein, Dmitry Tsaplin, Alberto Sánchez, Henry Moore y Alberto Giacometti. Son los años veinte, Oteiza ha abandonado sus estudios de medicina en Madrid y comienza a trabajar con materiales como el cemento y el zinc en la búsqueda de la espacialidad vertical y los aplastamientos que crean planos geométricos.
En una primera sala se exhiben a modo de prefacio sus "estatuas masa" (Adán y Eva, Tangente S=E/A, 1931) o las de su etapa americana (1935-1948): Buenos Aires, Chile y Bogotá (Figura comprendiendo políticamente, 1935) y las más orgánicas de finales de los cuarenta Mujer con niño mirando con temor al cielo, muy en la línea de Moore. Aprovechando su oficio como técnico industrial en una fábrica de aisladores eléctricos de porcelana, Oteiza realiza una serie de trabajos en ese material a la vez que ejecuta una serie de fundiciones a molde perdido en diversos metales como zinc, aluminio, latón o bronce. De aquel momento destacamos la brancusiana Ensayo sobre lo simultáneo (1951) y la escultura de 1950 Figura para regreso de la muerte, que evidencia un cierto expresionismo en los alargamientos, ahuecamientos y amputaciones de los cuerpos y prefiguran la nueva sensibilidad espacial que plasma en su serie de "estatua energía", a partir de un tipo de unidades o moldes espaciales que denomina hiperboloides, que combinan de diferentes maneras y a través de la luz en las piezas que llama "condensadores de luz". Hablamos de obras clave en un escultor ya maduro, como Unidad triple y liviana (1950), y en donde se puede ver plasmada una de sus teorías más singulares, la de la manzana que, al ser comida, deja como resto su corazón, convertido en ese momento en el registro material de un desalojamiento de la masa a favor del espacio en el que, más que el propio resto físico, se evidencia una nueva presencia inmaterial.
Oteiza utiliza la luz para potenciar la energía en el interior de la estatua (la transparencia del alabastro en Homenaje a Paul Klee -1955-1956-) y desarrolla lo que denomina "condensadores", pequeñas perforaciones que al ser realizadas en distintas trayectorias adquieren una carga de luz diferente, como vemos en La tierra y la luna (1955), en la que el escultor consigue que la luz emane del interior de la masa y se convierta así en un agente plástico de desmaterialización de la masa de la escultura (la verdadera escultura se ha creado en el "entre" -en vasco, el "tarte"-, en la concurrencia de los dos elementos para dirigir la actividad hacia el espacio que queda comprendido entre ellos). Algunos dibujos y collages que el escultor nunca quiso mostrar en vida -Oteiza negaba que hubiera dibujado- explican muy bien sus búsquedas.
La muestra se detiene en los modelos que hizo para la virgen y los apóstoles en el santuario de Aránzazu (1953-1969) para dar paso al escultor plenamente abstracto que investiga la especialidad del muro y ataca con una máquina amoladora pequeños bloques de piedra para abrir la masa hacia el exterior y revelar su tejido abstracto y estructural. El artista abre poliedros y vacía la piedra. Los cuboides (una especie de cubo irregular cuyas seis caras son trapecios) recuerdan las unidades utilizadas en la pintura por Malévich y en este caso combinan un elemento estático -el ángulo recto- con otro dinámico -diagonal-.
El vacío se va imponiendo cada vez más en su obra, lo vemos en su serie de "maclas" (fusión de unidades que crean un todo inseparable, como en los minerales), "laboratorio de tizas" (1957), maquetas en vidrio y los relieves nos llevan a sus obras conclusivas, las "esferas desocupadas" y esculturas lunares (La luna como luz movediza, 1958) donde el espectador se enfrentará a las nociones de suspensión, rotación, concurrencia, torsión, contracción, expansión, y sus "construcciones vacías", casi todas de finales de los años cincuenta y principios de los setenta, donde vemos al artista totalmente alejado de la expresión y plenamente consciente de la relación inversa que existe entre la actividad formal y la receptividad espacial. "El arte como existencia-mecanismo desemboca en el movimiento confundiéndose con la vida y con la naturaleza. Como metafísica, como cuidado existencial del ser humano, es la expresión la que desaparece. El sitio de la estatua queda definido por la desocupación, como un mueble vacío", escribió Oteiza.
Las Cajas metafísicas obtenidas por la oposición de dos triedros suponen un paso más allá hacia el camino espiritual. "Su espacio interior único, quieto, oscuro y casi inaccesible les confiere un carácter religioso enfatizado por títulos como Retrato del Espíritu Santo u Homenaje a la Anunciación de Leonardo", explica Badiola. Destacan de este periodo Homenaje a Mallarmé, Homenaje al pelotari, Vacíos en cadena y Homenaje a Velázquez, todas fechadas en el 1958, un año después de su premio en la IV Bienal Internacional de São Paulo. En este punto encontramos ya al artista completo, al que solamente le queda la acción, donde la verdadera interioridad se encarnará en la escritura, el coup de dés.
La exposición se cierra con Retrato de un gudari armado llamado Odiseo (1975), donde Oteiza encuentra finalmente su máscara. Se trata del autorretrato del héroe (villano) tal y como hoy lo conocemos, romántico y engañoso, que vuelve a casa de su exilio y aún casi hoy nadie le reconoce.
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