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Columna
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Las primarias de Irak

Las grandes y auténticas elecciones del 11-S son las que se anuncian para enero en Irak, porque sin la barbarie de Nueva York ni siquiera el presidente Bush se habría atrevido a atacar un régimen que sólo era un peligro para los propios iraquíes. Pero, como aperitivo de esos comicios, se acaban de celebrar dos importantes instancias electorales -Australia y Afganitán- cuyos resultados quisiera Estados Unidos que fueran una especie de primarias de la consulta en el país árabe. En ambos casos Washington ha salido ganando. El líder conservador de nuestros antípodas, John Howard, que había prometido mantener el contingente militar australiano en Irak, ha obtenido un cuarto mandato pese a que -o por esa misma razón- el terror islamista había atacado a nacionales de su país en Bali y Yakarta. Australia se siente muy sola en Asia y la alianza con Estados Unidos mitiga esa soledad.

Y si a Washington habrían podido salirle mal las elecciones australianas, porque el líder de la oposición, el laborista Mark Latham, proponía la retirada de la guerra, en las de Afganistán, en cambio, el triunfo se daba por descontado. Estados Unidos eligió a Hamid Karzai para dirigir el Gobierno provisional afgano, tras el derrocamiento del régimen talibán en 2002, y desde entonces su favorito ha venido siendo festejado por Occidente, donde ha hecho revolotear sus capas de alta costura en perfecto inglés, hasta convertirse en un icono internacional; aquel a quien todo el planeta ya había elegido como afgano mediático del año, mucho antes de que se convocara a votar a sus paisanos. Exhausto de guerras, sin un Estado digno de tal nombre, dividido en feudos regionales, y ninguna capacidad social de sugerir alternativas, Kabul tiene que elegir a su único nombre universal, como ratificará el conteo ahora en marcha. Pero todo ello no desmiente la básica limpieza con que se han desarrollado las elecciones, como tampoco que los intereses de Washington, Afganistán y el mundo son, en este caso, coincidentes. Ese doble modelo: la victoria en Australia, con lo que entraña de legitimación de la guerra en el Extremo Occidente; y Afganistán, a guisa de ejemplo de cómo se elige a los que ya han sido cooptados por la potencia dominante, quieren ser unas primarias y un camino para las elecciones de enero.

Con arreglo a cualquier evaluación de los hechos, diríase que en Irak no hay ni remotamente condiciones que permitan, no ya hacer campaña, sino ni cruzar la calle, pero Estados Unidos -el presidente Bush tanto como su posible sucesor, John Kerry- necesita en Bagdad a un Gobierno que deje de ser provisional y nombrado a dedo, pero, sobre todo, que sea amigo. Y, peculiarmente, el caos: atentados terroristas, resistencia armada a las fuerzas norteamericanas, y protesta general contra la ocupación, se puede prestar a ello. La oposición cuenta con visible respaldo en Irak, como han reconocido portavoces de Washington de la estatura del secretario de Estado, Colin Powell; y aunque fueran sólo unos 5.000 los guerrilleros y terroristas, como cifra la línea autogratificante del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, éstos operan con la mayor impunidad porque la sociedad no mueve un dedo para detenerlos o, al menos, delatarlos. Y esa oposición -suní, y en menor medida, chií- parece hoy muy poco dispuesta a concurrir a los comicios, por toda una serie de razones: porque las autoridades de Bagdad, en cualquier caso, no piensen autorizar las candidaturas que no les gusten; porque la resistencia no reconoce el derecho del Gobierno pronorteamericano a convocar nada; o porque no ve posibilidad de ganar, dividida como está en fuerzas cuyo único objetivo común sólo es el Yankee go Home.

Y de todo ello pueden resultar unas elecciones a parches territoriales, aquí, sí, pero allá, no; con baja asistencia a las urnas; a las que se presenten pocos nombres con auténtico seguimiento popular; que los aspirantes representen un tejido social muy fragmentado; y que, a causa de lo anterior, den las mayores facilidades a los candidatos del propio Ejecutivo provisional, que son los únicos que pueden recompensar al votante con patronazgo -empleos y favores- y que encarnan lo que siempre atrae a una masa que sólo vota porque la presionan o la subsidian para ello. Ése es el problema del ocupante: unas elecciones de alivio luto, que no hagan nada por poner fin a la guerra, o si las elecciones, milagrosamente, son masivas y representativas, la victoria de quienes desean librarse de la ocupación cuanto antes.

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