El zapato amarillo
El autor analiza la penetración de artículos chinos en España y apunta que la solución es optar por productos de mayor calidad
Lo ocurrido el pasado 16 de septiembre en Elche -el incendio de dos almacenes de calzado, propiedad de empresarios chinos, obra, al parecer, de antiguos empleados de fábricas de calzado locales- debería obligarnos a reflexionar: por un momento aflora ante nuestras narices esa corriente de fondo que está cambiando la configuración de nuestras economías: la aparición de China en la escena del comercio mundial.
Tres consideraciones ayudarán, quizá, a separar el grano de la paja en lo que -si nuestro país no fuera como es- debería ser un debate a la vez largo y civilizado. Para empezar, hay que desear que los responsables del incendio reciban su merecido; no vaya a ser que hayamos de colgarnos el mochuelo que con tanta insistencia colgamos a los chinos, a saber: la carencia de un Estado de derecho. No nos entretengamos en buscar incumplimientos de la legislación local -ya sean éstos reales o hipotéticos- por parte de los empresarios chinos: la diferencia de costes laborales entre Europa y China es demasiado grande como para achacar a la competencia desleal la penetración de los productos chinos en los mercados europeos. Por último, evitemos pensar en este asunto como un problema que exige, y admite, una solución inmediata: se trata más bien de un proceso que durará tiempo, que dará muchas vueltas, y que podemos, unos y otros, gestionar mejor o peor.
La prosperidad no es automática; sólo el conocimiento puede salvarnos de la quema
El proceso empieza cuando, hace unos cincuenta años, Elche empieza a convertirse en la capital mundial del calzado, gracias, en buena parte, a inversiones extranjeras. Esas inversiones vienen atraídas, claro está, por unos costes laborales inferiores, pongamos, a los de Nueva Inglaterra; se realizan, dicho sea de paso, a expensas de las fábricas de Nueva Inglaterra, que ven sus pedidos disminuir. La dicha -¡ay!- no dura ni medio siglo; aparecen otras Elches en Portugal, en India y en China; durante un tiempo, la economía local aguanta el golpe sumergiéndose; pero el capital, nacional y foráneo, acaba por irse con la música a otra parte.
El proceso, sin embargo, ha dado -o debería haber dado- sus frutos: ha permitido -o debería haber permitido- a los empresarios locales aprender a manejarse en un mundo más provechoso, pero también más incierto; a prever que la cosa no iba a durar siempre, y a pensar en qué alternativas desarrollar el día en que desaparecieran las ventajas otorgadas por unos salarios más bajos. El proceso ha permitido -o debería haber permitido- a los trabajadores de la industria invertir parte de sus mayores ingresos en la educación de la generación siguiente, de modo que sus hijos supieran hacer otra cosa que fabricar zapatos. Dicho de otro modo: la ventaja temporal que dan unos bajos salarios puede -o debería- ser aprovechada por unos y otros en adquirir las capacidades necesarias para irse desplazando hacia productos o servicios más complejos, o de mayor calidad, que permitan sostener un nivel de vida superior.
Al parecer, esto no ha ocurrido en Elche: por una parte, las fábricas locales han ido cerrando, en algunos casos desplazando la producción hacia otro sitio. ¿Puede uno decir que con ello han cumplido los empresarios su papel? No del todo: al buscar mayores beneficios han cumplido con sus accionistas, o con su propio bolsillo, si son los dueños de su empresa; pero, en la medida en que la responsabilidad del empresario se extiende a la comunidad en la que desarrolla su actividad, cabe pensar que hayan elegido la línea del mínimo esfuerzo al marcharse. En cuanto a los trabajadores, quizá hayan pensado que la capitalidad mundial del calzado iba a durar para siempre, y que para qué complicarse la vida haciendo estudiar a los jóvenes. Una cifra es sugestiva: en Elche, el porcentaje de mayores de 15 años con estudios secundarios es el mismo hoy que en 1991: algo más del 10%. Esto no quiere decir, naturalmente, que los ilicitanos no estudien, sino que quienes han alcanzado una formación superior han debido buscar empleo en otro sitio.
No se trata con todo esto de culpar a nadie, ya que las filípicas no sirven para nada, y menos si uno las suelta desde una posición de privilegio: no olvidemos que, si ya importamos zapatos de China, aún no importamos notarios, ni ministros, ni profesores. Menos aún se trata de culpar a los honrados ilicitanos, ya que su ejemplo puede hacerse extensivo a todo nuestro país, adormecido por una prosperidad que puede resultar efímera. Para sacarnos de nuestra complacencia sólo se me ocurre recomendar... que sigamos el ejemplo que nos dan nuestros amigos chinos, con su preocupación, que raya a veces en la obsesión, por la educación de sus hijos. Durante tres años, a las seis y media de la mañana, me he cruzado con los niños de una escuela pública que salían, a esa hora, a hacer gimnasia; luego he sabido que sus clases terminaban a las seis y media de la tarde, y que aún tenían deberes en casa. A los seis años empiezan a estudiar inglés, y no es raro encontrarse, en un parque público, con un niño o una niña de diez que entablan conversación para practicar el idioma.
Dirá el lector que esto es excesivo; pero ¿no estaremos nosotros pecando de lo contrario? Una cosa es cierta, y el ejemplo de Elche la hace bien patente: uno podrá pensar lo que quiera de la economía de mercado; pero ya que parece gustarnos la prosperidad que nos brinda, hemos de recordar que esa prosperidad no es ni automática ni eterna; y que sólo el conocimiento puede salvarnos de la quema.
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