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Columna
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El recurso al miedo

Parece que los poderes, configurados para atender a las demandas sociales, deberían ser suministradores de seguridad en lugar de inoculadores del miedo, administradores de concordia y no de antagonismos, promotores de convivencia y no de rencores. Pero en ocasiones, según podemos observar, actúan convencidos de que la difusión del miedo es un valioso instrumento en sus manos para lograr más docilidad del público y manipularle mejor. Un buen ejemplo es el del presidente Bush en los Estados Unidos, dedicado con ahínco a multiplicar las alarmas hasta dejar aturdida a la población y paralizar sus reflejos elementales de resistencia ante la merma de libertades. Porque las restricciones tipo Patriot Act se presentan como el antídoto necesario para conjurar las amenazas del maligno, sobre todo a partir del 11-S.

Pero confundir la seguridad con la merma de libertades es un cóctel muy peligroso. Y tenemos bien aprendido gracias a la pedagogía del Partido Popular que en la lucha contra el terrorismo no hay atajos y que el combate a las amenazas ha de hacerse sin degradar el sistema de libertades porque esa degradación, medida en pérdida de garantías, sería el gran triunfo del terrorismo. Por eso sabemos que con toda la lealtad de un verdadero aliado nos corresponde denunciar situaciones inaceptables como la de los presos de Guantánamo si no queremos ver como terminan por establecerse Guantánamos en nuestro propio territorio nacional. Como ha escrito Benjamín R. Barber en su libro El imperio del miedo (Ediciones Paidós. Barcelona, 2004) el proceso empieza colonizando la imaginación. Porque el imperio del miedo es un reino sin ciudadanos, un dominio de espectadores, súbditos y víctimas cuya pasividad significa inutilidad y cuya inutilidad define e intensifica el terror.

Explica el mismo Barber que tras el 11-S el país exigía compromiso y señala que para librarle del miedo era preciso que saliera de la parálisis pero que el presidente Bush deseoso de restaurar la normalidad prefirió instar a la sociedad a ir de compras. El mismo error se repitió cuando se avecinaba la guerra de Irak porque cuando la mayoría esperaba participar en los sacrificios de la guerra, como ha recordado Thomas Friedman en sus columnas del Herald Tribune, les dijeron que no se preocuparan. Además de que aplicar una doctrina de seguridad concebida para enfrentar a los "mártires apátridas", que atentaron contra las Torres Gemelas, a un Estado territorial como Irak, inocente de actos agresivos explícitos en ese momento, resultó una medida errónea, ineficaz y contraproducente.

Una medida que hubiera debido ahorrarse, advertidos como estábamos por el general Richard B. Myers -en línea con el apóstol San Pablo- de la inutilidad de dar coces contra el aguijón o, para nuestro caso, de la dificultad de combatir con armas convencionales a enemigos terroristas que tienen "redes y fanatismo" en lugar de "objetivos valiosos" para ser atacados. Pero, claro, era más fácil descargar bombas sobre la geografía física de Afganistán o de Irak que encontrar a Bin Laden y además mucho menos peligroso que revelar la implicación de Arabia Saudí y de determinadas empresas en su financiación con el peligro de generar un Bin Ladengate con una campaña electoral en puertas. La cuestión ahora es ¿hasta cuántos cadáveres está permitido equivocarse?

Pero volviendo al comienzo, subrayemos que cuanto se ha dicho más arriba sobre la instrumentación del miedo para obtener sumisión y docilidad de la población reza desde luego con los Gobiernos pero también por analogía con otros poderes como los de los partidos políticos, los autonómicos, los económicos, los sindicales, los religiosos, los ecológicos, los armamentistas, los de los medios de comunicación y cualesquiera otros que se nuclean en torno a intereses o propósitos diversos, aunque todos coincidan en el deseo de presentar su perfil más favorable para recabar mejor la adhesión del público. Y, en esta jornada del desfile militar, mientras la división Leclercq marca el paso, aceptemos con Richard Labévière (La trastienda del terror. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2004) que subcontratar la seguridad europea a Estados Unidos genera una forma de cobardía estructural incapaz de sustituir a una política de futuro.

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