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Columna
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Frivolidad

La reciente legalización del matrimonio entre parejas del mismo sexo me ha hecho pensar en Oscar Wilde. Su historia es sabida: en la Inglaterra de finales del siglo XIX lo encumbraron unas comedias de gran ingenio y de contenido queridamente superficial. Casado y con dos hijos, sus relaciones con un joven aristócrata lo llevaron a los tribunales y a una cárcel infecta, donde pasó dos años; luego al exilio, la ruina, la decrepitud y una muerte ignominiosa en París el año 1900. Su caso adquirió una notoriedad que todavía perdura por sus ribetes escabrosos y por el trágico contraste entre el radiante personaje y su cruel destino, pero también, aunque no conste en las enciclopedias, por su carácter sacrificial. En la historia no abundan las condenas de hombres ilustres por conducta indecorosa, y menos en la discreta Inglaterra decimonónica, donde el escándalo no debió de calar muy hondo: pese a las apariencias, la sociedad victoriana estaba de vuelta de estas cosas, como lo están todas las sociedades en cualquier tiempo y lugar. En cambio, quienes dictaron contra Oscar Wilde una sentencia que significaba a ciencia cierta su destrucción, sabían que estaban arrojando por la borda una carga valiosa porque todo el mundo puede ser un moralista, pero sólo Oscar Wilde podía escribir La importancia de llamarse Ernesto. Si obraron así fue a sabiendas de que había que poner freno a aquel hombre divertido, mordaz, desenfadado y, en el sentido literal de la palabra, gay, porque sus excentricidades bordeaban la amoralidad, y su frivolidad el nihilismo, dos cosas que a escala nacional significaban decadencia. Y esto al Imperio Británico, que preparaba a sus hombres para morir en las trincheras de la I Guerra Mundial, le parecía más peligroso que el ruido de sables procedente de Prusia. Después murieron millones, y entre ellos, Ciryl, uno de los hijos de Oscar Wilde.

Ahora, recordando esta historia ocurrida hace más de 100 años, quiero pensar que el reconocimiento del pleno derecho de los homosexuales no es una maniobra encaminada a asimilar la discordancia al sistema, sino la aceptación de una supuesta frivolidad como alternativa a otras actitudes quizá más viriles, pero a la larga más devastadoras y sangrientas.

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