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Columna
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La edad de las estrellas

En el umbral de este perplejo y anhelante siglo XXI la ministra de educación de Serbia acaba de proponer la vuelta a las tesis creacionistas del Antiguo Testamento en todos los libros de texto de este pequeño país balcánico, cuyos escolares, según su criterio, deben desterrar el darwinismo para volver a la edificante versión de Adán y Eva. La noticia causó tal estupor que provocó su cese inmediato, sin embargo en nuestro suelo patrio resurgen por doquier las teorías canonistas cada vez que la Conferencia Episcopal se pronuncia sobre cualquier asunto íntimo sin que nadie les exija responsabilidades. Cuando Darwin desembarcó del Beagle, le dio una vuelta de tuerca a nuestra historia sagrada. Su viaje había durado cinco años, pero al poner el pie en el puerto de Falmouth, la humanidad entera dio un salto de gigante en la evolución. A partir de ese momento la batalla de la razón parecía estar definitivamente ganada. Sin embargo cada cierto tiempo surgen voces episcopales que retoman el viejo duelo eterno. A veces recordar a Darwin se hace tan necesario como defender la enseñanza laica porque por la grieta que la ciencia logró abrir en la religión fue entrando también el pensamiento ilustrado, los antibióticos y Freud, la locomotora a vapor y el cinematógrafo, el socialismo utópico y la jornada de ocho horas, la tabla periódica de los elementos y los mapas de isobaras que nos anuncian las borrascas. Además entró la música y en un barrio de Nueva Orleans Louis Armstrong consiguió colarse con su trompeta por esa espiral hasta tocar las estrellas.

Hubo un momento en que bajo el cristal de una lente se derritieron las edades geológicas. Fue el comienzo de la modernidad. La tierra dejó de estar quieta y empezó a girar alrededor del Sol, el Universo comenzó a expandirse hasta hacerse infinito y al mismo tiempo, gracias a un telescopio de gran aumento, Galileo pudo ver las montañas de la Luna de repente más hermosas porque no estaba equivocado. Desde entonces el episodio bíblico de la creación del Universo en seis días se convirtió en el primer capítulo de un género que acabaría llamándose literatura fantástica. El ser humano puso sus ojos en el firmamento y en esa cantera viva tuvo el primer vislumbre del tiempo.

Recuerdo el momento en que también yo atisbé por primera vez ese especial enigma metafísico. No tendría más de siete años. Volvíamos de la panadería con una barra de pan para la cena. Era invierno y el barrio ya estaba a oscuras. Todo el que haya hecho alguna vez ese camino, sabe que es un momento especial en que los niños suelen hacerse preguntas fundamentales. El amigo que me acompañaba era sólo algunos años mayor que yo, pero ya había desentrañado los principales secretos de la enciclopedia escolar. Mientras caminábamos, empezó a explicarme que las estrellas que veíamos centellear en racimos por encima de los tejados, habían dejado de existir en realidad hacía millones de años, y que detrás de aquella luz ya no había nada. Entonces, lo recuerdo como si fuera hoy, miré hacia arriba y el vértigo que sentí se mezcló con la fragancia del pan caliente que ascendía en aquel aire con la velocidad de la luz a causa de un olor tan puro.

En este octubre reciente en que arrecia de nuevo la polémica religiosa, mientras regresaba a casa por un camino anochecido, me acordé de aquel misterio y sin saber por qué, bajo las mismas estrellas comenzó a sonar muy clara la trompeta de Louis Armstrong.

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