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Columna
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¿Plan o flan?

Cada vez parecen más evidentes las vinculaciones entre cultura y mercado, así como es mayor cada vez la dificultad para definir el término cultura. Frente al concepto ilustrado de ésta como work in progress, íntimamente ligada al desarrollo personal y a la autonomía del individuo, domina hoy una visión antropológica que la define como el modo de vida de una comodidad, definición que, aun acogiéndose a ella, habría que matizarla como el modo de vida de una comunidad dominada por el mercado. El proyecto cultural ilustrado todavía puede escapar a esta realidad imperativa, pero mucho me temo que a los modos de vida de las comunidades les resulta imposible, por más que este concepto de la cultura se presente como queriendo ser un antídoto contra la voraz contaminación del mercado. Las identidades culturales comunitarias serían el último reducto inmune a él, y nada más lejos de la realidad. Las identidades son también mercancía, y todos los procesos de redefinición y retradicionalización -tan frecuentes hoy- se realizan bajo el dominio del imperativo económico.

Es verdad que como al alma -pese a los esfuerzos de Crick y otros por reducirla a un conjunto de reacciones moleculares-, también a la cultura se le otorga un margen de existencia autónomo e irreductible a su concurrencia en el bazar mercantil. Es éste el pretexto que suelen utilizar los defensores de la llamada excepción cultural, aunque los argumentos en que incurren después para defenderla sean de índole estrictamente mercantil. Sin embargo, es posible que, de rebote, la cultura salga beneficiada de la excepcionalidad cultural, pero de eso hablaremos otro día. Sí quiero añadir que también yo creo en un ámbito específico para la cultura, un reducto de libertad entre y sobre las exigencias del mercado, aunque en ningún caso espero hallar ese ámbito en los modos de vida de comunidad alguna. En las sociedades postindustriales, éstos son ya puro objeto de la rentabilidad económica, y como tales se hallan sujetos a la planificación de los poderes del Estado, planificación que será tanto más totalitaria cuanto menores sean las perspectivas de esa rentabilidad que se les exige.

Como no podía ser de otra forma, a los vascos nos ha llegado la hora del plan, y el Gobierno vasco aprobó hace unos días el Plan Vasco de la Cultura. Tuve acceso a su borrador hace unos meses y el resumen que ahora poseo del documento adolece de la misma jerigonza, la misma confusión, el mismo camuflaje impúdico, Aunque no se halla expresado entre sus propósitos iniciales -servicio a la ciudadanía, situar la cultura de los vascos y las vascas en condiciones favorables en el nuevo siglo, etcétera-, el plan reconoce que ésta va a ser la década del conocimiento y de la cultura como generadores de bienestar económico, y creo que ahí donde se halla en realidad su verdadero móvil inductor. ¿Cómo conciliar identidad cultural y rentabilidad económica? Si la cultura va a ser, lo que seguramente es cierto, uno de los motores económicos del futuro inmediato, se trata, por una parte, de impulsarla como agente económico, y por otra parte de limitarla, de forma que esa cultura dinamo sea aquélla que yo quiero que sea y no ninguna otra.

Naturalmente, ese empeño requiere una definición previa de esa cultura de los vascos y de las vascas para cuyo impulso se van a dedicar ingentes cantidades de dinero del erario público, y el documento que comento no se recata a la hora de definirla. Partiendo de una concepción antropológica de la cultura -"el modo de vida de las comunidades"-, el perfil de ese modo de vida se identifica con la visión etno-nacionalista del mismo, aderezada, eso sí, con una palabrería edulcorante y vacua. En un mundo que reconoce sin fronteras culturales, el plan se expande hacia fuera, más allá de su ámbito jurisdiccional -¿por qué con mi dinero?-, pero todo él tiende a cerrarse y a crear fronteras interiores -¿por qué también con mi dinero?- partiendo de una finalidad identitaria que él mismo define.

No es extraño que con esas premisas todo lo que de momento nos anuncia el plan sea una parafernalia de entidades, observatorios y consejos de ancianos que velen por la correcta dirección del mercado cultural vasco. ¿Cuántos consejos tenemos ya en este país que velan por la rectitud de nuestros modos de vida? ¡Cielos!, ¿no será que esto en vez de un plan resulte ser un flan, o mejor, una tarta monumental?

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