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Columna
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La casa de papel

Vicente Molina Foix

Hace unos años viví una experiencia marxista en la Biblioteca Nacional, entendiendo el marxismo, como ya empieza a ser habitual, por la vía de Groucho más que de Karl. Escribí bajo los efectos de aquella impresión un artículo en este periódico titulado Una tarde en la biblioteca, tratando de adjuntarlo, un poco de matute, a esa serie de películas disparatadas de los hermanos Marx llamadas Un día en las carreras, Una noche en la ópera o Una tarde en el circo. Ahora que lo recuerdo, tampoco es que me pasara nada tremendo o irreparable: simplemente me encontré con una faceta de la España eterna (el papeleo innecesario, la hora del bocadillo funcionarial, la devoción a la cruz) que allí, en un lugar para mí tan reverendo y entonces ya dotado de muchos adelantos modernos, resultaba dolorosamente rancia. A finales de este verano que aquí en Madrid no se acaba nunca tuve que volver a subir las escalinatas jalonadas de sabios del paseo de Recoletos, y he pasado últimamente unas cuantas horas consultando y leyendo libros en distintas dependencias de la biblioteca, en un estado de satisfacción, aprovechamiento y comodidad insuperables. Lo más fácil me sería adjudicar la gran mejora advertida al hecho de que Rosa Regàs, una amiga de casi toda mi vida, sea desde el pasado mes de junio la directora de la institución, dentro del marco de altos nombramientos artísticos -otros han sido bastante menos felices- de la ministra Carmen Calvo. No seré tan parcial y demagógico. Cuando sufrí mi experiencia marxiana y marciana dirigía la biblioteca un poeta designado por otro Gobierno socialista, Carlos Ortega, quien sin duda trabajó en la casa con denuedo y sensibilidad, no logrando del todo vencer las resistencias de la vieja máquina, como él mismo vino a reconocer en una amable carta personal que me escribió a raíz del artículo. Después hubo, que yo recuerde, tres directores más en la biblioteca, los tres nombrados bajo la gobernanza -¡y tan estricta gobernanza!- de Aznar. Quiero pensar que el cambio operado en los modales empezó con ellos, con Luis Alberto de Cuenca, excelente poeta y acreditado hombre de libros; con Jon Juaristi, intelectual entonces valioso y valeroso que aún no había perdido los papeles en la senda de su extrema aznaridad, y también con Luis Racionero, tal vez exagerado en el apego a la obra de sus escritores más leídos pero no por ello persona ajena a la cultura. Aun así habrá, lógicamente, importantes detalles de buen funcionamiento y talante que correspondan al estilo Regàs.

Las bibliotecas son mi segunda residencia, y sólo lamento que no abran de noche ni en domingo, horas para mí muy hábiles. He pasado algunos de los momentos más amorosos de mi vida dentro de ellas, y tan celoso estaba de las mejor dotadas, que yo mismo trato de convertir el piso donde vivo en biblioteca, aunque confieso que no dispongo todavía de un fichero informatizado ni de aparatos detectores del hurto (útiles: un poeta al que traté mucho en una época me robó dos libros que siempre echaré de menos, la primera traducción al castellano de El bosque de la noche, de Djuna Barnes, y la rara edición príncipe de Mensaje del tetrarca, de Gimferrer, su primer poemario publicado). Habiendo yo tenido, además, la suerte de sacar provecho durante muchos años de la extraordinaria riqueza bibliotecaria de Londres y Oxford, espero que se entienda mi impaciencia ante la pobreza comparativa y el trato cuartelario que encontré aquella tarde pasada hace años en la Nacional.

Es sabido que a los cronistas de periódico, tal vez por el afán de inscribirnos en el genoma de Larra, nos gusta criticarlo todo. Pues bien, la Biblioteca Nacional de hoy, sean sus logros de lenta gestación o de nuevo ímpetu, es una maravilla y un ejemplo: la sigilosa amabilidad de los empleados, el controlado y eficacísimo sistema de fotocopia, la rapidez del servicio, sin olvidar como es lógico (¿estaban ya antes allí, traspapelados, o son de nueva adquisición?) la apabullante abundancia de libros y revistas, incluidos muchos en lengua extraña. Sólo un fallo. En el venerable ambiente de la hermosa sala central de lectura se coló el sábado pasado una voz demótica, y de nada sirvieron los métodos de neutralización mecánica anunciados discretamente en la pared; estaba sonando el móvil de un investigador que consultaba grandes volúmenes agropecuarios. La Biblioteca Nacional también se permite ser humana.

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