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OPINIÓN DEL LECTOR
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Noche de ópera

Incauta de mí, el fin de semana pasado decidí invertir 70 euros en un espectáculo que los medios habían alabado, La Traviata, que se representó el sábado 2 de octubre en el Palacio Vistalegre. Sabía que se trataba de un espectáculo popular, diseñado para complacer a un público amplio y no a los iniciados de siempre. Pero no imaginé hasta qué punto aquella noche iba a resultar grotesca y desagradable. Nada más llegar al recinto, fui absorbida por una muchedumbre olorosa (¡a perfume, que iban a la ópera!), sudorosa, apretujada y cabreada. Y con razón, porque, más que futuros espectadores de Verdi, parecíamos animales dispuestos al sacrificio.

Después de media hora de codazos, contactos demasiado íntimos con unas mil personas, empapada en sudor y sin ayuda de los organizadores del evento, logré ocupar mi asiento con un cuarto de hora de retraso sobre el horario previsto para que comenzase la función, y con una hermosa vista sobre las horquillas de la señora que estaba sentada en la fila inferior. Empecé a disfrutar de las delicias preoperísticas: empanadilla de bonito, patatas fritas, gusanitos, bocadillo de lomo con pimientos y toda una gama de exquisiteces gastronómicas propias de este tipo de espectáculos. Tanto estaba disfrutando con los olores y ruidos provenientes de mis delicados vecinos que casi no me di cuenta y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos escuchando el conocidísimo Libiamo. No debió de ocurrirles lo mismo al resto de los espectadores, que, entusiasmados con los gorgoritos de la protagonista, aprovechaban cualquier pausa de la voz para prorrumpir en aplausos y vítores. Fantástico. En el descanso me ofrecieron empanada de atún.

Ya en el tercer acto, en el paroxismo del drama, varias amantes del bel canto cerca de mí no pudieron evitar sacarle unas fotos a la diva, que estaba divina, la pobre. Pensaba. Un sospechoso ruido me hizo pensar que el final estaba próximo, que se acercaba el desenlace; pero qué va, falsa alarma, sólo era un señor que tenía mucha hambre y se había sacado la bolsa de patatas. Y justo antes de la muerte de Violeta mi vecino sufrió un ataque de sed y se puso a buscar unas gotas de agua entre los 20 botellines que debió de consumir durante la función. Y entre música y aspavientos, la diva se escapó hacia un mundo menos ruidoso y mezquino, y los aplausos y silbidos y bravos y vítores inundaron el coso.

Qué alivio al salir, deprisa, deprisa, para no perder el último metro. En la estación Vistalegre nos apelotonábamos varios cientos de personas y durante 20 minutos disfrutamos de una agradable espera en el mejor metro del mundo. Pero el colofón de aquella fantástica noche llegó cuando al apearme en la estación de La Latina tuve el gusto de practicar un sano deporte: subir a pie desde las profundidades de la vía los innumerables peldaños porque las escaleras mecánicas, misteriosamente, habían dejado de funcionar. ¿Será una orden de la señora Aguirre o del señor Ruiz-Gallardón para que los ciudadanos hagamos deporte mientras ellos se ahorran unos euros? ¿Acaso un justo castigo por acudir a un espectáculo populachero y encima no tener coche? Gracias a los organizadores y responsables del transporte público.

Fue la más infausta noche en la ópera que podía esperar.

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