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Cuando Turquía era europea

Francisco Veiga

Turquía como candidata a ingresar en la Unión Europea: el momento crucial se acerca. Pero a la vez que se enfurece el debate, crece también la confusión sobre lo que se discute. Los argumentos a favor o en contra de un hipotético ingreso turco a muy largo plazo se reparten en tres conocidos ámbitos: el puramente político, el de su conveniencia económica y el de las posibles ventajas geoestratégicas. La verdad es que sólo un puñado de economistas especializados, con abundante documentación como respaldo, pueden tener la respuesta adecuada al debate sobre las ventajas e inconvenientes que ese paso representaría para el conjunto de la UE. De forma individual es más fácil entender los motivos del apoyo o rechazo de unos y otros. Es comprensible, por ejemplo, el recelo alemán en momentos en los que se debate tan intensamente la situación interna del país. Quedan muy lejanos los triunfalismos de 1990; se supone que Alemania soportaría un porcentaje importante de los gastos que implicaría el ingreso de Turquía, y todo eso en unos momentos en los que la ultraderecha está volviendo a levantar la cabeza. Por supuesto, que el peso de la inmigración turca es un lastre importante en todo este asunto es algo sabido.

Pero los análisis tienden a quedarse en argumentos de base política, cultural y supuestamente histórica. En la reciente ampliación de la UE, consumada el pasado mes de mayo, ese tipo de consideraciones jugaron el mismo papel -o superior- al de aquellas de tipo puramente económico. Llama la atención la dureza que puede desplegarse en relación a Turquía cuando sólo hace pocos meses las autoridades comunitarias digirieron las duras presiones de Polonia, pasaron por alto la muy escasa tolerancia de algunos gobiernos bálticos hacia sus minorías nacionales y perdonaron la arrogancia de los grecochipriotas. Lo importante era ampliar la integración europea hacia el Este por motivos eminentemente políticos. Y políticas están siendo ahora la decepción y las dudas.

Lo malo de todo ello es que por ese camino se desciende con gran rapidez hacia estilos populistas, y por ello, sesgados. Diversos políticos alemanes argumentan que después de Turquía tratarían de ingresar en la UE diversos países del norte de África. Eso es tener mala memoria voluntaria. Turquía accedió a la OTAN en 1952, sólo dos años después de que se celebraran en ese país las primeras elecciones democráticas de su historia. E hizo honor a la confianza depositada en ella durante la guerra fría. Mientras el resto del mundo musulmán comenzó a plantear problemas a Occidente ya desde los primeros años de la descolonización, y no digamos durante los setenta, el aliado turco evitaba las estridencias de los egipcios, los paquistaníes, los iraníes, los argelinos, incluso los marroquíes. Lo importante entonces era que los gobiernos turcos contuvieran a los extremistas de izquierdas y, a lo largo de los años ochenta, pararan la expansión de la vecina revolución iraní. Tanto es así que ya en los sesenta comenzó a discutirse el posible acceso de Turquía a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). De hecho, se convirtió en miembro asociado en 1963, cuando sólo hacía tres años que los militares turcos habían dado un golpe y ahorcado a Adnan Menderes, el primer ministro democráticamente elegido en 1950. Y en 1970 Ankara firmó el Protocolo Adicional para un ingreso eventual. Por lo tanto, ningún país musulmán cumplió como Turquía con los trabajos sucios que la "cristiana" Europa le encomendó durante la guerra fría, y ningún otro recibió las promesas que se le hicieron a Ankara. Por lo tanto, el "efecto dominó" de candidaturas a la UE sería totalmente inaceptable y evitable.

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El cardenal Joseph Ratzinger, desde el Vaticano, opina que la adhesión de Turquía sería "ahistórica" y que la identidad turca se forjó "en la oposición a Europa y al cristianismo, que constituye la esencia europea" -según recogía EL PAÍS el pasado 25 de septiembre-. No deja de tener su gracia que un cardenal tan encumbrado nos quiera confundir: la Sublime Puerta combatió, en todo caso, contra el catolicismo, dejando de lado la firme alianza con la católica Francia que se inició en el siglo XVI. Pero está ya muy demostrado que los ortodoxos balcánicos ayudaron a la expansión del turco contra los católicos. Y en cuanto a los protestantes, cabe recordar que Solimán el Magnífico estudió el conflicto que planteaba la Reforma y consideró seriamente la posibilidad de apoyar directamente a Lutero. De hecho, exhortó a los predicadores de las mezquitas de Estambul a que celebraran el auge del luteranismo. Pero sobre todo, los otomanos ayudaron activamente a los calvinistas húngaros y transilvanos a lo largo del XVII. En cuanto a los británicos, consiguieron acceso al comercio y relaciones diplomáticas con el Imperio otomano, ya a fines del XVI, en base a su carácter de anglicanos y, por lo tanto, enemigos de la católica España. De ahí arranca la actual simpatía que subsiste entre los británicos hacia Turquía.

Si todo un antiguo jefe de Gobierno como José María Aznar sostiene que "los problemas de España con Al Qaeda" se remontan al siglo VIII, no es de extrañar que para otros muchos la batalla de Lepanto esté todavía a la vuelta de la esquina, las ideas de Carlos V tengan plena vigencia. Por lo tanto, la integración de Turquía en la UE sería deseable, entre otras muchas y más importantes razones, para pasar página de cierta concepción vetusta que tenemos en Europa sobre nuestra propia historia, entrando de una vez en el siglo XXI. Mientras tanto, y si se llegan a producir, las negociaciones con Ankara darán el margen de una larga década para controlar lo que de verdad importa: la adecuación de Turquía con el acervo económico, político e institucional de la Europa comunitaria.

Francisco Veiga es profesor de Historia de Europa Oriental y Turquía en la UAB, y autor de La trampa balcánica (2002) y Slobo (2004).

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