Quijotismo
Cuando comenzó la andadura del flamante Gobierno socialista comenté que el objetivo prioritario del PP era socavar por todos los medios a Zapatero para evitar que se consolidase, pues si se le dejaba suelto se afianzaría en el cargo con expectativas de acercarse en 2008 a la mayoría absoluta. Pues bien, seis meses después, aquel proyecto del PP se ha saldado con un fracaso. Hoy la imagen de Zapatero es más potente que nunca, y, de no ser por el muy elevado riesgo de que sus socios catalanes se le atraviesen en el camino, amargándole la espinosa agenda territorial, tendríamos ZP hasta 2012 por lo menos.
Tres razones explican la consolidación de Zapatero. Ante todo, la naturaleza del sistema político español, que hace de la presidencia del Gobierno una peana que eleva la estatura política de su ocupante a niveles mayestáticos. No hay más que pensar en los cuatro últimos presidentes (si descontamos a Calvo Sotelo). Antes de ganar el poder, nadie daba un duro por su capacidad política, pues parecían mediocres e incompetentes. Pero en cuanto se apalancaron en La Moncloa, tanto Suárez primero como después González y Aznar, se magnificaron hasta parecernos formidables gigantes. Puro efecto del cargo, pues al abandonarlo regresaron a su verdadero ser de modestos molinos de viento. Bien, pues lo mismo podría estar sucediendo con Zapatero.
La segunda razón que realza por contraste a ZP es la travesía del desierto que paraliza al PP. Todo partido, al salir del poder, se desprestigia tras perder su fuente de legitimidad. No sólo hay que cargar con el sambenito del perdedor, sino que además hay que lavar los trapos sucios rectificando errores. Y eso, hasta ahora, no ha sabido hacerlo en España ningún partido gobernante al salir del poder. En vez de pedir perdón y prometer enmienda, por el contrario nuestros ex gobernantes ofrecen más de lo mismo mientras se refugian en el resentimiento victimista, culpando al contrario de urdir una conspiración: lo hizo antes el PSOE y lo está haciendo ahora el PP. Este fin de semana se ha celebrado su congreso, en teoría de retorno al centro bajo la indecisa guía del pobre Rajoy. Pero en la práctica sólo cabe temer continuismo aznarista. Pues en vez de esforzarse por recobrar la dignidad, el PP se empecina en vindicar el legado irredento del desairado aznarato. Y así nunca podrán recuperar su arruinado crédito electoral.
Pero queda la tercera razón anunciada, que es la eficacia demostrada por Zapatero al labrarse una imagen mediática, usando el personalismo de la democracia de audiencia para adquirir una sólida reputación de idealismo quijotesco. Frente al espectro de Aznar, que hace de villano culpable, ZP es el chico bueno de la película: el inocente paladín al que cualquier madre confiaría sus hijos. Y en esta operación de imagen, reforzada este fin de semana con la legalización de la boda gay en coincidencia con el congreso del PP, su gran tour de force no fue la contrafoto de las Azores con Chirac y Schröder, sino el discurso ante la Asamblea General, pronunciado el mismo día casualmente (¿o no?) en que Aznar impartía su primera lección en Georgetown: idealismo apaciguador contra realismo belicista.
Olvidemos la reivindicación aznarí de la reconquista, calcada de las justificaciones históricas de vascos y catalanes tan aplaudidas por las plateas. Y consideremos el meollo del debate. ¿Quién tiene razón, el realismo político de Aznar o el idealismo quijotesco de ZP, con su alianza de civilizaciones? Si nos fiamos de Weber, le asiste más razón al realismo que al idealismo, pues el orden civil no emerge del contrato social, sino del imperio de la ley, que exige un previo monopolio de la violencia. Ahora bien, las reglas de juego sí se adoptan por consenso, y desde luego, obligan al monopolizador de la violencia, que debe estar sometido a derecho. Este principio de legalidad (rule of law), o primacía de la ley sobre la fuerza, es lo que Bush y Blair olvidaron, violando el derecho internacional con su arbitraria intervención bélica. Y eso no es realismo político, sino injusto abuso de poder.
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