Los primeros pasos de una nueva vida
Más de 41.000 personas de 50 nacionalidades distintas conviven en el corazón de la ciudad
Rocío Silva, peruana de 31 años, llegó a Madrid en 2000. Atrás, en Lima (capital de Perú), dejó a sus padres, sus hermanos y, sobre todo, a su hijo Adrián, que entonces tenía casi tres años. Trabajó, al igual que gran parte de las mujeres inmigrantes, como empleada del hogar por las mañanas, y limpiadora por las tardes. Mientras, vivía con su cuñada, el marido y la hija de ésta y "un colombiano". En Centro, primero, y luego en Aluche, hasta que volvió a Centro, ya en situación regular, en mayo de 2002.
Algo más de la mitad de los 41.640 extranjeros que residen en el distrito es población basculante: llega, se asienta y después se va a vivir a zonas más baratas o a donde han encontrado trabajo. La otra mitad, como Rocío, está asentada definitivamente. "Me emancipé de mi cuñada", dice, en un piso de la Cava Baja (barrio de Palacio). Durante un tiempo, "la casa se pagaba sola", esto es, subarrendaba las habitaciones y con ese dinero abonaba todo el alquiler. Es una de las formas más habituales de residencia. "En mi edificio, todas las viviendas las ocupan ecuatorianos, un montón en cada casa", señala.
Uno de cada tres chavales en edad escolar en Centro es inmigrante
Los pisos en Centro son caros. Las viviendas de segunda mano se venden, a una media de 6.000 euros el metro cuadrado. Así, "una habitación cuesta en torno a los 300 euros mensuales y cada uno verá si la comparte o no", explica Álvaro Zuleta, presidente de la asociación de ayuda a los inmigrantes Aculco.
La otra opción, sobre todo para los recién llegados, son los innumerables hostales de la zona, que cuestan unos 25 euros diarios. Sin olvidar el fenómeno de las camas calientes -se alquila la misma cama a varias personas en horas diferentes con un coste de seis euros diarios el turno (tres turnos de ocho horas cada uno)- que, según admite el Ayuntamiento, sigue ocurriendo, sobre todo en la zona de Lavapiés (Embajadores).
Los inmigrantes llegan al centro, se instalan de la mejor manera posible y trabajan donde se les ofrece un empleo. Rocío lo hace ahora limpiando platos a mediodía en un restaurante de la zona de Malasaña (barrio de Universidad) y por las noches en una clínica privada en la zona de O'Donnell. El sector servicios es, sin duda, el que da trabajo a la inmensa mayoría de los ciudadanos extranjeros.
Ya no alquila las habitaciones de su casa, sobre todo, porque el año pasado logró traer a su hijo, Adrián, desde Lima. Éste es el proceso que se repite continuamente: llegan solos y, cuando consiguen asentarse, intentan traer a su familia. Con Adrián todo cambió. Logró matricularle en un colegio público del barrio. Uno de cada tres chavales en edad escolar en Centro es inmigrante: 5.069 de los 15.217 estudiantes. El 60% se concentraba el año pasado en las nueve escuelas y seis institutos públicos y el otro 40% en alguno de los 12 centros concertados (privados sostenidos con fondos públicos).
Poco después de Adrián, Rocío se trajo a su hermana, Marisol, con un contrato de trabajo. Ahora está intentando rescatar a su madre, Rosa, "que está enferma de dolor desde que se fue su nieto", comenta Rocío, ya que fue la abuela quien le crió hasta los cinco años. Pero la situación es complicada: Rosa tiene 60 años y hasta los 65 no pueden alegar reunificación familiar.
Entre los trabajos y su hijo, a Rocío apenas le queda tiempo para divertirse. Pero confiesa que, cuando lo hace, llama a una compatriota para divertirse a la "manera peruana", esto es, "salir a bailar". En los últimos años han proliferado los locales latinoamericanos. Desde el Son, en la zona de Sol, hasta el Kabokla, en Malasa-ña, pasando por Lavapiés: Montana Bar, Hágale Mijo o Puras Mentiras. Aunque los dueños de estos bares afirman que cada vez se acercan más españoles hasta sus establecimientos, todavía es evidente la división por nacionalidades.
Esta división se nota, sobre todo, en las formas de ocio más baratas y extendidas entre los inmigrantes con menos recursos: ir a los pequeños parques o plazas del distrito a tomar algo, jugar a las cartas o, simplemente, a charlar. El parque de las Vistillas o la plaza de Vázquez de Mella son algunos de los puntos de encuentro. Sin embargo, cualquier acera ancha sirve para ello, por ejemplo, en la calle del Pez , donde un grupo de latinoamericanos sacan una mesa y unas sillas a la calle y juegan al dominó las tardes de domingo.
A Rocío no le atrae demasiado esta opción: "Muchos se emborrachan y montan bronca", dice. El problema de la identificación de las reuniones de inmigrantes con peligrosidad, lo trae el "desconocimiento" mutuo entre las culturas y "la asociación de la imagen del inmigrante en general con áreas problemáticas, por ejemplo, de los alrededores de la Gran Vía [calles de Luna, Montera, Desengaño]", explica Álvaro Zuleta.
Otra zona conflictiva es Lavapiés donde tras el enorme atractivo social y cultural (perteneciente al barrio de Embajadores) en el que conviven el mayor número de nacionalidades -con bares de copas, asociaciones de todo tipo, conciertos, galerías...-, hay también "un punto de referencia para pequeños delincuentes". Las asociaciones de vecinos lo confirman: "Muchas veces se trata de gente que ni siquiera vive aquí".
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