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Columna
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Transferencia Gruen

La aventura en el centro comercial, en cualquiera de los que pueblan los alrededores de Madrid, comienza en cuanto cruzamos el umbral, o antes, al dejar el coche en el estacionamiento y coger un carro metálico, a cuyas ruedas a veces les da por ir hacia la derecha cuando se quiere ir a la izquierda, por lo que el cliente parece que esté luchando en un remolino de viento. Tal vez este efecto no sea gratuito, como tampoco lo es que haya grandes pasillos centrales por los que circulamos lentamente descubriendo unos vasos de cristal aquí, un sillón de mimbre allá que compraremos para cuando tengamos una casa que mida 100 metros más. Es como pasear por una melodía. Y puede que a estas alturas ya habremos olvidado las preocupaciones y, más aun, esa vida que nos espera fuera de este recinto tan aislante como una iglesia. Quizá se deba a que no hay ventanas, ni paisaje, ni ruidos externos. Se trata de un mundo autosuficiente donde perdemos la noción del tiempo y, si nos apuramos, el sentido de la orientación, para caer prisioneros de un acogedor laberinto que nos obliga a dar más y más vueltas, y a ver y ver, y desear y desear más.

Pero ¿para qué salir?, en esta fantasía atemporal estamos seguros. Si miramos a nuestro alrededor, la gente marcha y se detiene tan embebida como nosotros. Algunos, con aspecto de solitarios, empujan un carro con un único paquete de cuchillas de afeitar dentro, y una pensionista va depositando en otro lo que más le gusta para luego abandonarlo en cualquier parte antes de salir por caja. Habrá entrado a pasar la tarde, porque aquí no hay dependientes que vayan detrás preguntando qué deseamos. Todo lo contrario, quien pretenda ser atendido por un empleado lo tiene difícil. Da la impresión este personal invisible de no tener interés en vender nada. Y, sin embargo, resulta que habíamos entrado a comprar unas alfombrillas para el coche y ahora ya no sabemos ni lo que queremos de tantas cosas como nos llevaríamos. Obviamente estamos padeciendo el síndrome de transferencia Gruen, lo que no sé si es bueno o malo. Desde luego huele a manipulación psicológica, a adicción, a enfermedad casi. ¿Pero qué es, si no, el amor?, y no por eso dejamos de buscarlo desesperadamente y lo sublimamos hablando y escribiendo sobre él sin parar. Se trata de dos fenómenos de sugestión, de los que personalmente elijo el centro comercial por ser menos peligroso.

Para quien no lo sepa, Victor Gruen fue el arquitecto que diseñó el primer edificio de estas características en 1956 en Minneapolis. Qué listo, la verdad, porque el gran centro comercial ha sido uno de los hallazgos de nuestra época, uno de los más eficaces en resultados. De hecho, el ambiente está conseguido a base de detalles estudiados desde todos los puntos de vista y con técnicas de lavado de cerebro. Si hacemos caso de lo que cuenta el especialista en estos temas, Douglas Rush-koff, no hay improvisación ni en el color de las estanterías ni en el tamaño de los carros ni en la consideración de las muchas y variadas debilidades humanas.

Siempre me ha fascinado su perfecta puesta en escena y cómo es capaz de influir en nuestras vidas y en el mundo entero, porque si al principio tal atmósfera y decorados quisieron representar el pueblo con su calle mayor y sus plazuelas, donde más tarde se citarían los chicos de Kevin Smith, ahora son las ciudades las que imitan el centro comercial. Las tiendas vuelcan sus mercancías hacia la calle lo más posible, de modo que uno pueda ser invadido por el espíritu de Gruen en cualquier momento. De momento no conocemos sus efectos secundarios, lo único que sabemos es que forma parte de nuestra cultura de la manipulación. Manipulación política, intelectual, mediática, genética, estética. Somos manipuladores por naturaleza, y el centro comercial es la máxima expresión popular de estos nuevos tiempos y de esta extraña capacidad. Mañana probablemente quedarán tan arrinconados como las antiguas galerías comerciales donde sólo acudíamos a comprar una bombilla o unos calcetines baratos. Y hablando de nuevos tiempos, confío en que las reformas que propone el Gobierno sirvan para que un sector de la universidad se libere del exceso de autosatisfacción vacua, pusilanimidad y engolamiento que la lastran si no quiere desaparecer igual que aquellas tristonas y apagadas galerías comerciales. La huida de los estudiantes se cuenta por millares, y peor que una universidad masificada es una universidad que no interesa a nadie. Por lo menos Gruen tenía imaginación.

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