Tomando el té con las milicias afganas
De patrulla con la unidad de reconocimiento de la Brigada Paracaidista que busca por Mazar-i-Sharif y sus alrededores cualquier indicio de peligro para las tropas españolas
A 19 kilómetros al oeste de Mazar-i-Sharif (300 kilómetros al noroeste de Kabul), en lo alto de una loma que domina la carretera, el sargento primero José Antonio Carrascosa descubre a un francotirador que asoma bajo un cobertizo. El vehículo reduce la marcha y, por el retrovisor, divisa la punta de un cañón antiaéreo al otro lado de la cima. Consulta su equipo GPS y apunta las coordenadas. El teniente Jesús Sánchez Gil, que viaja en el Rebeco -la versión española del Hammer americano- que abre la columna, ordena darse la vuelta.
Los cuatro blindados españoles se detienen al pie de la colina y el teniente, el sargento primero y varios soldados, acompañados por Jamil, el intérprete, ascienden trabajosamente. Los militares españoles no llevan chaleco antibalas, pero les cubren las ametralladoras de calibre 12,70 montadas sobre los vehículos. Tres afganos, con fusiles Kalashnikov, les observan desde arriba. Parecen relajados y no muestran hostilidad alguno hacia los inesperados visitantes.
Jamil presenta a los españoles y les traslada su deseo de examinar el emplazamiento. Tras un instante de duda, franquean el paso. La ametralladora que vieron desde la carretera es una RPK de fabricación soviética. Y el cañón pertenece a una ametralladora antiaérea de 20 milímetros. Aunque está inutilizada y la munición apilada en un agujero.
Hay una caseta en el centro y todo el perímetro de la cumbre está excavado con trincheras. Desde allí se pueden controlar más de 10 kilómetros de la principal ruta que cruza el norte de Afganistán, de este a oeste.
El teniente les pregunta a qué milicia pertenecen. "Somos del ANA [Nuevo Ejército Afgano]", responden. Les hace notar que no llevan uniforme. "Aún no los hemos recibido", explican. El teniente no parece convencido. "Nunca he visto a ningún militar que no vaya uniformado", comenta. Sí que lo están, pero de forma heterodoxa. Los tres visten una camisola verde clara cuyos faldones llegan hasta las rodillas y un chaleco marrón con rayas negras.
El intérprete aprovecha un momento en que no le escuchan los afganos para explicar: "Son de Jamiat". Jamiat Islami es el Ejército privado de Mohamed Atta, a quien el Gobierno de Kabul ha intentado integrar en el nuevo régimen, nombrándole gobernador de la provincia de Balkh.
El que dice llamarse Abdel Mohamed parece el jefe. Es el único que calza zapatos. Recibe una llamada por el móvil y alguien, que nos ha visto llegar, le interroga sobre quiénes son sus huéspedes y qué hacen allí. Tras la conversación, se disipan los últimos recelos e incluso invita a tomar el té a los españoles. Un gesto que no se puede rechazar.
La guerra de Afganistán ha terminado. Pero las milicias que expulsaron a los soviéticos y se enfrentaron entre sí antes de unirse contra el régimen talibán montan guardia. El terreno es arcilloso y está horadado por multitud de cuevas en las que nadie sabe qué se esconde.
Sobre otra loma cercana se adivina un cañón aún más grueso que los anteriores. El teniente decide acercarse a verificarlo. Es un carro de combate T-54 de fabricación soviética reducido a chatarra. Al igual que en la primera, hay puestos para tiradores. Y una inscripción: "Alá sea alabado. Año 1382". Es decir, 2003 de la Era Cristiana. En el horizonte se dibujan los minaretes de la mezquita de Balkh y alrededor hay huertas y campos de algodón, entre los que crecen altas plantas de marihuana.
Varios aldeanos se han concentrado atraídos por la curiosidad. Explican que el lugar se llama Muy Mubarak (Pelo Sagrado). Said Alem enseña orgulloso su carné de elector, uno de los 10 millones que han sido distribuidos para las elecciones presidenciales del próximo 9 de octubre. Afirma que votará "a una persona que sea buen musulmán, trabaje por el pueblo y actúe de forma imparcial". Se trata de Hamid Karzai, el presidente interino a quien apoyan las potencias occidentales. Pero Gulmurad, que sostiene en brazos a una niña de dos años con la cara marcada por pústulas, asegura que, "si no hay presiones extranjeras, ganará el doctor Kunini". Yunus Kununi, ministro de Educación en el Gobierno provisional, es tayiko, como la mayoría de los habitantes de la provincia. El intérprete opina que no es buena idea preguntarle a la gente lo que va a votar. El teniente comunica con la base: "Uno punto nueve [el indicativo de la patrulla], sin novedad".
La columna emprende regreso al campamento Ortiz de Zárate de la Brigada Paracaidista. Aunque sólo son 25 kilómetros de distancia, la misión se prolonga cuatro horas. El tráfico es caótico. Bicicletas, carros atestados de mercancías y coches con el maletero abierto para acoger más pasajeros abarrotan la calzada.
Por el arcén caminan mujeres cubiertas por el burka, niñas en uniforme colegial y hasta recuas de dromedarios. Algunos nativos saludan a los vehículos, que exhiben una bandera española en lo alto de la antena. Otros se limitan a observar. A través de la radio, el teniente informa de que la patrulla va a rodear Mazar-i-Sharif para evitar el atasco.
A la entrada de la ciudad hay un puesto de control policial. Desde una torre de adobe apunta un lanzagranadas RPG, un arma de guerra. Pero estos sí llevan uniforme, de grueso paño marrón oscuro. Explican que vienen de Kabul. Forman parte del contingente que ha enviado el Gobierno para sustituir a los corruptos funcionarios locales. En las paredes de un contenedor metálico cuelgan carteles de propaganda electoral del presidente Karzai, pero también del general Dostum, el caudillo uzbeco, que se representa montado a caballo a punto de lanzarse al asalto.
Desde que llegó hace casi un mes, el teniente Sánchez Gil y sus hombres han recorrido más de 800 kilómetros por las carreteras de Afganistán tomando nota de cualquier detalle que pueda representar un peligro para los paracaidistas españoles. Pero hasta ahora ninguno se ha materializado. Y confía en que así siga siendo.
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