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Columna
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Techos

La especie humana no puede dormir a la intemperie, o al menos no le gusta la intemperie como dormitorio. En eso se diferencia de los pingüinos, por ejemplo. En eso se asemeja a los conejos, pongamos por caso. La especie humana tiene, entre otras múltiples astucias, la habilidad de convertir en mercancía las necesidades del prójimo. Si necesitamos un techo, varios congéneres nuestros ganarán dinero gracias a esa necesidad. Si nos ataca un virus, habrá semejantes nuestros que obtengan beneficio económico de ese contratiempo. Si por cualquier raro capricho de nuestro aparato digestivo necesitamos comer una pechuga de pato crujiente rociada con vino de Borgoña y presentada sobre lecho de puré de castaña al aroma de albahaca y cantueso, no le quepa a usted duda de que alguien ganará dinero a costa de esa necesidad tan imprevista.

Un vecino mío -y a esto iba- acaba de comprar 85 metros cuadrados de techo, conforme a esa necesidad humana de tener una guarida en propiedad. Vivía bajo un techo de alquiler, pero le tiraba el instinto hipotecario, ese instinto que ha logrado colarse, como un gusano cibernético, en el ADN del ser humano contemporáneo. De modo que mi vecino se plantó en una inmobiliaria, ponderó las ofertas, se paseó luego por diferentes entidades bancarias para acogerse a la modalidad de extorsión más ventajosa y acabó, según era de esperar, en la notaría, firmando unos documentos ilegibles con mano temblequeante, como quien sella un pacto irreversible con el demonio.

A mi vecino le ha salido el metro de techo a casi 3.000 euros, porque de ese techo tiene que vivir mucha gente: el constructor, el promotor, el arquitecto, el aparejador, el fabricante de ladrillos, los empleados de la fábrica de ladrillos, el fabricante de cemento, los empleados de la cementera, el dueño de la cantera y sus asalariados, el Excelentísimo Ayuntamiento, el notario y su pasante, la jerarquía bancaria, el escayolista y el mayorista de escayolas, los transportistas de ladrillos, de escayola y de cemento; el jeque árabe que surte a la empresa gasolinera que a su vez surte a esos transportistas, el chófer del jeque, el dueño de la refinería, el beneficiario de la concesión de la gasolinera, el empleado de la gasolinera y los militares que participan en guerras estratégicas para controlar el petróleo; el pintor, el fabricante de pinturas, el vendedor de pinturas y el representante de pinturas, por no hablar del diseñador de botes de pintura ni del fabricante de envases metálicos para pintura; los albañiles, el fabricante de cascos para albañiles, el fabricante de plomadas, palustres y hormigoneras; el fabricante de azulejos y la dama que anuncia en televisión los azulejos... Y así casi hasta el infinito. "Si lo piensas bien, me ha salido barato", dice mi vecino. Y me temo que lleva razón. Porque la vida es rara: tienes necesidad de un techo y media humanidad -como quien dice- se ve implicada en la satisfacción de esa necesidad tuya, porque ellos necesitan construirte un techo para poder construirse también ellos un techo. Y sigue la ronda.

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