Cuentos infantiles
Las reacciones suscitadas tras el discurso que Zapatero pronunció la semana pasada en la sede de Naciones Unidas permiten hacer una radiografía bastante aproximada de cómo se perciben algunos asuntos entre la llamada clase política y los creadores de opinión de este país. El inefable Zaplana, por ejemplo, considera que se trató de algo más parecido a los cuentos infantiles que al discurso de un dirigente político. Pero, bien mirado, podría ser al revés, y resultar que algunos cuentos reflejan con bastante precisión las actitudes y los comportamientos de determinados sectores de opinión.
Puestos a analizar las mencionadas reacciones, en un primer grupo se situarían aquellas opiniones que consideran el discurso como una solemne majadería, fuera del tiempo y del espacio, y alejado de lo que debería ser la posición de un país serio y respetable. Pare éstos -los tiburones de la derecha de siempre- lo sensato es lo planteado por Aznar en Georgetown, un panorama en el que la maldad es intrínseca a algunas sociedades, y los buenos deben defenderse aniquilando a quienes oponen resistencia a los dictados de las fuerzas del bien. Más o menos como en las hazañas del Capitán Trueno luchando contra los sarracenos.
Un segundo conjunto lo componen todos aquellos que se ríen en privado de lo dicho por Zapatero, e incluso asoman la oreja en algunas columnas de opinión tachando de ingenuo el discurso pronunciado ante Naciones Unidas, aunque sin atreverse a alinearse con las posiciones más reaccionarias que defienden a pecho descubierto la preeminencia del libre mercado y de la lucha antiterrorista sobre todo lo demás, aun a costa de los valores democráticos y de la necesaria convivencia pacífica entre sociedades con historia y culturas bien diferentes. Como el lobo en el cuento de Caperucita, se sonríen pensando en el susto que se va a dar la niña cuando descubra que quien está esperándole en la cama no es en realidad su abuelita.
Vendría después toda la caterva de gente que considera políticamente correcto el discurso, pues es lo que toca decir en esta coyuntura para distanciarse de los mensajes más reaccionarios, aunque en el fondo no se creen demasiado eso de que la paz, la democracia y los derechos humanos puedan prosperar, más allá de su valor como banderín de enganche electoral. Pueden mostrarse como los más firmes defensores de los valores democráticos y humanistas, de la misma forma que son capaces de apelar al realismo si, en otra coyuntura, toca mirar para otro lado. Son como el personaje de Mortadelo, capaces de adaptar sus formas y su discurso a las cambiantes necesidades del guión.
Y estarían por fin los que se lo creen. Dicen que entre ellos está el propio Zapatero. El principal problema al que se enfrentan los que así piensan es el de la coherencia, pues no en vano muchos de sus actos se fundamentan en un posibilismo -también llamado realismo- contradictorio con las posiciones defendidas, y que se justifica por las condiciones del mundo de hoy. Un mundo que, dicen, es el que es, y en el que hay que seguir exportando armas para que la economía crezca, aun a costa de que se extiendan las guerras y la violación de los derechos humanos; reduciendo costes laborales y derechos sociales previamente conquistados para mejorar la competitividad de las empresas; o manteniendo políticas comerciales que favorecen la ampliación de la brecha entre ricos y pobres y la frustración en amplias capas de la población de los países menos favorecidos.
Sea como fuere, siempre es una buena noticia saber que hay gente con poder que cree en la democracia, en la paz, y la convivencia entre culturas. Pero, como ocurre con el Principito, el problema está en saber si serán capaces de preservar la flor o si, finalmente, el cordero se la comerá. Como en el cuento, de ello dependerá que las estrellas suenen como cascabeles, o viertan sus lágrimas sobre nosotros.
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