La España coral
En la más brillante de sus intervenciones recientes, Pasqual Maragall proponía la transformación de la política de recuperación y defensiva, característica del pujolismo, en otra de avance y expansión. Sería el paso del pal de paller, el eje único de la identidad en torno al cual se articulaba la realidad del país, a una Cataluña coral, en que se conjugaran las voces diversas que la integran. La metáfora es aplicable a la situación española del presente, cuando tienen lugar los primeros tanteos y las primeras escaramuzas en que ya pueden adivinarse los perfiles de las distintas aspiraciones y de los conflictos derivados de las mismas de cara a los procesos de reforma del ordenamiento constitucional. Aquí más que de pal de paller cabría hablar de como punto de partida, pero el objetivo debiera ser el mismo: dar con una fórmula de organización del Estado dentro de la cual sean potenciadas las diversas voces de sus componentes y al propio tiempo las mismas se conjuguen sin disonancias.
La propuesta de una "España coral" resulta así mucho más apropiada que la habitual referencia a una España plural: en cierto modo, afirmar que España es plural constituye una auténtica perogrullada, en especial una vez constituido el Estado de las autonomías, y no ofrece clave alguna para la resolución de las actuales tensiones. Vale tanto para dejar las cosas en la situación actual como para justificar el establecimiento de una Confederación, o de un régimen estrictamente federal, con o sin asimetría. El acento puesto en la condición coral, a la hora de fijar los fines políticos, subraya en cambio la necesidad de una concertación a partir del pluralismo. Elimina de paso aquellas soluciones que se sirvan del reconocimiento de la pluralidad para ir hacia la ruptura. Y es del todo congruente con el espíritu democrático. Recuerdo que hace muchos años, el historiador Luis Díez del Corral, apoyándose en la lectura de La nueva Eloísa y en el interés de Rousseau por la música, proponía esa lectura para el establecimiento de la voluntad general, frente al individualismo abstracto que preside el tema en el Contrato social.
Maragall acierta también al advertir que ese esfuerzo de conjugación exige sustituir las actitudes de tipo defensivo por una resuelta iniciativa política. Este requisito es tanto más necesario cuanto que en la cuestión de la reforma constitucional toda propuesta emanada del centro se ve obligada de antemano a nadar contracorriente. Los discursos nacionalistas han conseguido imponer la idea de que cualquier reivindicación propia es de derecho natural, una evidencia de tomo y lomo que únicamente pueden rechazar los centralistas enemigos de la democracia, empapados inconscientemente de residuos franquistas. Y la intimidación funciona. No está lejos el episodio de la fallida impugnación del Plan Ibarretxe ante el Tribunal Constitucional. Excelentes juristas aportaron uno tras otro argumentos dirigidos a mostrar que faltaba la base legal para proceder a la declaración de inconstitucionalidad antes de que la norma hubiese sido adoptada. A los que de veras escribían desde el espíritu constitucional hubiera sido preciso avisarles de que la infracción del plan era de tal naturaleza que en ningún ordenamiento europeo se encontraban previstas ni su aceptación ni su rechazo, pero que en este caso el vacío legal iba a tener un precio inevitable, pero muy grave: aplazar toda intervención hasta que la ruptura estuviese prácticamente consumada. Era, pues, preciso atenerse al criterio de legalidad, sin evitar por ello la explicación ante la opinión pública de lo que el proyecto representa. A falta de esta última condición, el rechazo del recurso presentado por el Gobierno Aznar ha sido interpretado como un visto bueno a la legalidad del procedimiento que Ibarretxe e Imaz han sabido explotar ante la opinión pública vasca. De nada sirven las buenas maneras de Zapatero y los esfuerzos de los socialistas vascos por ofrecer soluciones intermedias en forma de ampliación de las competencias hasta los límites de lo razonable. Ibarretxe llevaba años diciendo, en defensa de su texto y también de cara a la política relativa a ETA, que en política lo esencial es el diálogo. Todas las ideas son lícitas y deben ser discutidas con buen talante, añadió una y otra vez. Pues ya hemos visto lo apegado que está Ibarretxe al diálogo cuando la propuesta viene de otro y es contraria a sus intereses. Nada de hablar entre el PSE y el Gobierno vasco, al Parlamento. Antes "ni media palabra". ¿Qué esperaba Zapatero lograr de este personaje? ¿De qué sirve el intercambio de sonrisas, por no hablar de la invitación cordial a que retire su plan secesionista?
La propuesta de reforma elaborada por Emilio Guevara ha caído así inmediatamente en saco roto. Pero por encima de sus aciertos o errores, y sobre todo de la amplitud de sus concesiones en el tema de la Seguridad Social, el simple hecho de plantearla, y de hacerlo con precisión, supone un gran acierto. Los ciudadanos vascos tienen ahora ante sí una oferta bien definida y sobre todo ha sido clarificado el panorama con el desenmascaramiento de la falsa política de diálogo en el Gobierno vasco y en el PNV. Incluso para aquellos que vienen negándose desde el año 2001 a ver el contenido real de la política nacionalista, si no son ciegos voluntarios, las cartas están sobre la mesa, y de este modo son conocidos los márgenes y los costes de eventuales acuerdos.
El ejemplo de los socialistas vascos resulta aplicable a la coyuntura por la que atraviesa hoy el Gobierno central. El PSOE cuenta ya con las líneas maestras acordadas en Santillana para una actualización del texto constitucional, con una reforma del Senado de signo federal, la participación de las comunidades en la representación europea y la coordinación y el reconocimiento que traería consigo la conferencia de presidentes de comunidades. Pero a estas alturas resulta obvio que tales medidas resultan insuficientes para atender las demandas centrífugas, y en particular las que proceden de los socialistas catalanes y de sus aliados en el tripartito de Barcelona. Más aún cuando sin la menor cobertura por parte de Maragall, confiado en que todo irá hacia lo mejor en el mejor de los mundos con el nuevo Estatuto, desde Esquerra se anuncia, por medio de Joan Puigcercós, una estrategia de desbordamiento gracias al Estatuto de "esta Constitución que es un marco de opresión". Ni más ni menos. Llueven las propuestas en ese sentido, desde la simbólica
de las selecciones nacionales a la exigencia de un nuevo tipo de financiación que acerque Cataluña a Euskadi, pasando por el veto en el Senado a los acuerdos que se consideren lesivos para una comunidad histórica. Es consecuencia lógica de una afirmación del hecho nacional catalán que en el mejor de los casos apunta hacia un régimen confederal "del Estado español", en cuyo seno las grandes decisiones no pudieran ser adoptadas sin una negociación previa con las comunidades históricas: la reciente pretensión de intervenir en la conformación de los Presupuestos del Estado sería un anuncio de lo que se prepara.
Con modos y argumentos claramente superiores a los empleados antes por el Gobierno de Aznar, el Ejecutivo de Zapatero está viéndose obligado a jugar el papel de una pared de frontón, con el consiguiente malestar al verse obligado a disentir de quienes desde Cataluña encarnan el mismo proyecto político. ¿No sería mejor convertir la oración en activa, aun a riesgo de afrontar conflictos con sus correligionarios catalanes, que en todo caso revestirían menor gravedad que una sucesión de declaraciones contradictorias y de negaciones expresadas a disgusto? Hace falta que el Gobierno ofrezca la sensación de que posee una política territorial en torno a cuyos planteamientos, y no a las demandas particularistas, va a articularse el nuevo orden constitucional. Una vez más la pieza clave para alcanzar ese objetivo consiste en un debate a fondo con Maragall que vaya más allá de la pesca de atunes. En su redacción actual, los enfoques de Santillana y de la Generalitat no ofrecen posibilidad de encaje, ya que responden a concepciones distintas de la autonomía, de la solidaridad interterritorial y del propio Estado-plurinacional. La convergencia es posible, pero siempre que ambas partes pongan sobre la mesa sus respectivos planteamientos, antes de que el clima se deteriore por la sucesión de demandas no atendidas.
Antes de nada, conviene dejar fuera de campo aquellas iniciativas políticas, amables o no, cuyo contenido se orienta inequívocamente a provocar una fractura. En primer plano, obviamente, el estatuto de "libre asociación", antesala de la independencia, que propone Ibarretxe. Después de las experiencias de la aplicación de la Ley de Partidos, y de las consiguientes ilegalizaciones del entorno de ETA, hay que desechar para siempre los augurios de un caos generalizado en Euskadi si se trata de aplicar la legislación de defensa de la democracia. Conviene dejárselo claro a Ibarretxe, lo mismo que hace falta explicar a la opinión pública que éstas y otras "evidencias democráticas" proclamadas por los nacionalismos son abiertamente contrarias a la Constitución europea.
Otro tanto cabría decir de la aspiración al privilegio desde la asimetría conseguida por ser "nacionalidad histórica". Maragall se agarra al clavo ardiendo de un artículo publicado por Rubio Llorente en este diario, donde se reconoce la posibilidad de ese reconocimiento como base de la reforma, aun advirtiendo acerca de su complejidad. Más que complejidad, habría que decir, potencial de ruptura. Aceptar la facultad de veto, pensemos en cuestiones como los trasvases o la financiación, equivale a situarnos en un horizonte tan venturoso como el definido por la Constitución yugoslava de 1974. Por otra parte, Rubio apunta primero a otra salida: el establecimiento de un régimen estrictamente federal, donde sería posible introducir elementos de asimetría, añadiríamos, con una ampliación de competencias que en nada perjudicaría de atender a las claves de bóveda de la cohesión en el conjunto. La cuestión ya no es más o menos competencias, sino evitar la cosoberanía o la confederación, fórmulas del todo inviables a la vista de la experiencia histórica, y poner freno de manera rotunda a la pretensión de desbordamiento.
El Gobierno de Zapatero y el PSOE están en condiciones de fijar las reglas del juego, los fines y los límites de la reforma constitucional, siempre que asuman la iniciativa de analizar y de explicar dentro de qué márgenes la misma puede moverse. No hay problema en ampliar competencias, siempre que queden a salvo la cohesión, la solidaridad y el rechazo al desbordamiento. No hay problema en promocionar las identidades y los idiomas, siempre que ello no conduzca al rechazo de una nación y de un idioma españoles que siguen imbricados en las "nacionalidades históricas" sin que ningún dictador fuerce la identidad dual o el hecho de que el castellano es el denominador común lingüístico del Estado. No hay problema en cambiar las formas de financiación siempre que se recuerde, cosa que Maragall no hace, la inevitabilidad del privilegio de que disfrutan Euskadi y Navarra por razones históricas, y al que ninguna otra comunidad rica debe acceder sin hacer quebrar la hacienda de todos. Resulta escasamente democrática la orientación de Maragall, enfocando ante todo la relación de las comunidades con el Estado central, con lo cual son relegados a segundo plano los ciudadanos a quienes corresponde sin intermediarios la incidencia sobre la adopción de decisiones en la España democrática. ¿Qué es eso de que Andalucía, Cataluña y Euskadi deben ponerse de acuerdo para impulsar el cambio en el Estado, en un tema tan esencial como la financiación? Tampoco parece razonable exhibir mitos tales como la Corona de Aragón para promocionar algo tan razonable como la eurorregión, de la cual por esa fundamentación nacionalista y mítica vemos excluida a Murcia.
La España coral debe ser la meta de la reforma. Para alcanzarla no son obstáculo alguno los procesos de construcción nacional en Cataluña o Euskadi. Lo son sus derivas de signo irracional.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Pasqual Maragall
- Declaraciones prensa
- Eurorregión Pirineos-Mediterráneo
- Relaciones Gobierno central
- Opinión
- Eurorregión
- Nacionalismo
- PSOE
- Cooperación y desarrollo
- Estatutos Autonomía
- PP
- Estatutos
- Partidos políticos
- Política autonómica
- Comunidades autónomas
- Normativa jurídica
- Gobierno
- Administración autonómica
- Ideologías
- Gente
- Legislación
- Política municipal
- Administración Estado
- Relaciones exteriores
- Justicia