Cambio profundo
Acaba de declarar el presidente del Gobierno en el acto conmemorativo del XXV aniversario de la fundación de la Universidad de Alicante que se propone promover un cambio profundo en la Universidad española.Y el presidente de la Generalitat valenciana ha apostillado, en este mismo acto, que cuenta con su leal colaboración para lograrlo. La verdad es que, leyendo la crónica del evento, no daba crédito a lo que estaban viendo mis ojos. ¿Acaso no pertenecen a partidos distintos y enfrentados? ¿Acaso no se pasan la vida poniéndose zancadillas, cubriéndose de insultos y echando al otro la culpa de sus propios errores y carencias? Es verdad que los dos protagonistas del acto que comento son precisamente de los políticos más educados, pero aun así: ¿acabará siendo todo el sueño de una noche de verano?
Lo malo de crear expectativas es que, si luego se frustran, la irritación de los electores es mayor. Ya estamos acostumbrados a que los políticos digan que van a hacer mucho porque el adversario no hizo nada y que, al final, ellos tampoco hagan otra cosa que incrementar astronómicamente el número de asesores y cargos a cuenta del erario público, o sea de nuestros bolsillos. Es el cáncer de la democracia, que, sin embargo, sigue siendo la única alternativa: mejor estar vivo, aunque enfermo, que estar muerto. No quiero creer que lo que uno y otro dijeron fueron sendos brindis al sol, palabras bonitas ante un auditorio poco propenso al tono bronco y a los gestos rufianescos del mítin y -¡ay!- últimamente del Parlamento también, un auditorio togado que no les habría perdonado una escena de taberna.Prefiero pecar de ingenuo y pensar que, en efecto, se han dado cuenta de que el barco está haciendo agua por los cuatro costados y de que ha llegado la hora de taponar urgentemente las brechas o de que cada uno se fabrique una almadía y se busque la vida -la muerte más bien- en la inmensidad del océano hostil.
Y es que las cosas, en efecto, están mal, muy mal, y la Universidad es una de las pocas instituciones que puede sacarnos del atolladero. No quiero echar la culpa a unos o a otros, aunque, en parte, la tienen ambos. Hay otros factores ajenos a su voluntad que, tal vez, sean más determinantes y que nos han conducido al atolladero en el que nos encontramos. Tras veinticinco años de crecimiento sostenido de la riqueza, España es un país abocado a la decadencia. Por muchas razones: porque la globalización deslocaliza un tejido industrial poco sofisticado tecnológicamente; porque la inversión de la pirámide de edad obliga al Estado a desviar cada vez más recursos para financiar actividades no productivas; porque dicho crecimiento se basó sobre todo en la especulación inmobiliaria y el estallido de la burbuja es inminente.
Todo esto ya no tiene remedio. Si la industria española hubiera generado patentes y un personal especializado imposible de encontrar en otros sitios, el impacto de la deslocalización -del que son exponentes recientes los sucesos de Elche y el conflicto de Izar- sería bastante menor. Si el flujo migratorio, que, en definitiva, es quien equilibra la pirámide de edad, se hubiera ordenado y regularizado hace años, ahora no tendríamos la crisis de la Seguridad Social. Si el ahorro no se hubiese refugiado sólo en cemento, la propia Bolsa reaccionaría en el sentido de orientar la actividad económica hacia una mayor productividad.
Bueno, ¿y qué tiene que ver todo ello con la reforma y con la financiación de la Universidad?: muchísimo. Esos técnicos de niveles alto y medio de los que carecemos debería formarlos la institución universitaria, pero para lograrlo es necesario que sus lazos con la empresa sean estrechos, que las inversiones en I+D sean considerables y que la flexibilidad de adaptación (de los planes de estudio, de la contratación del profesorado, del equipamiento de laboratorios...) sea casi infinita. No es ningún secreto que estamos a años luz de ese horizonte. Por lo demás, el problema empieza ya antes: el grave, gravísimo hundimiento de la enseñanza secundaria que, para más inri, fue impulsado desde los sucesivos gobiernos de uno y otro signo,ha creado varios millones de escolares mal educados (también maleducados) e ignorantes que lo tienen crudo para competir en el mercado global.
Pero la Universidad no es sólo formación técnica, y esto se suele olvidar a menudo. El descrédito de las Humanidades es otra cara del mismo desastre. El desconocimiento de cómo es el mundo y de cómo son los seres humanos que lo poblamos está en el origen de la adopción de un modelo de vida absurdo -calcado de las películas y de los programas basura de la tele- que convierte a los ciudadanos en corderos y en víctimas propiciatorias de todas las regulaciones habidas y por haber. Súmase a ello el hecho -indiscutible- de que los españoles no sabemos idiomas y de que la apertura a los cambios vertiginosos que se producen en el mundo es lenta, sesgada y, casi siempre, ineficaz.
No quisiera dar la impresión de que los políticos son los únicos culpables. La Universidad española también tiene su parte de culpa, y no pequeña. La tiene porque muchas veces ha primado la mediocridad sobre la innovación, el mantenimiento del statu quo sobre los cambios que obligaban a reciclarse, a trabajar y a dejar de explicar lo que aprendimos cuando hacíamos la tesis: ¿para cuándo un sistema de incentivos que privilegie la investigación y la creatividad en lugar de las pequeñas mafias de bar de Facultad? La tiene porque los pocos que se atrevieron a romper el consenso corporativista fueron marginados o desterrados a las tinieblas exteriores: ¿cómo es posible que a los que salieron y aprendieron algo nuevo -esos becarios postdoctorales- se les deje bien claro que el que fue a Sevilla perdió su silla? La tiene porque el mundo cambia más deprisa de lo que lo había hecho nunca y la "especialización" -un verdadero tótem universitario- carece de sentido si no se combina con la divulgación científica y con la interdisciplinariedad.
Sí, tiene razón el presidente: hace falta un cambio profundo.Y fíjense lo que les digo: el cambio de la Universidad española es más importante que el cambio del modelo económico, de nuestras relaciones con Europa o, si me apuran, del mismo marco constitucional. Porque, por increíble que les parezca, estas reformas presuponen la reforma universitaria. Una Universidad diferente se proyecta en miles de titulados distintos y éstos, a través de su actividad profesional, en millones de personas. Sin ella, todo lo demás será un ídolo con los pies de barro. Y si no, al tiempo.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)
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