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Columna
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La espada de Tariq

Antonio Elorza

En uno de sus comunicados, los terroristas de marzo evocaban la conquista de Al Andalus por Tariq en el año 711, como signo de la conversión de nuestra península en dar al-islam. Por lo que acabamos de ver, no estaban solos en este tipo de planteamiento delirante. En su discurso de Georgetown, el expresidente Aznar evoca la España eterna que se vio mancillada en esa misma fecha por la morisma y supo resistir al ataque mediante una larga batalla que duró ochocientos años. El círculo se cierra: los de Al Qaeda reivindican la invasión de hace trece siglos y Aznar cree que es lo mismo Al Qaeda que aquella empresa victoriosa. Los primeros están en su papel y, tristemente, también Aznar está en el suyo de elaborar un discurso maniqueo y primario. Desde las Azores no sale del pozo.

Desde este punto de vista, la ventaja de Zapatero resulta evidente. Ante todo, percibe que el papel de Occidente no consiste en entrar al trapo por los ataques del terrorismo de Al Qaeda, promoviendo un espíritu de Cruzada contra el Islam. Más aún cuando el intento de Bin Laden consiste en atizar la llama de una guerra de civilizaciones, avalando a Huntington. Por lo mismo, resulta indispensable buscar una tajante alternativa, basada en el replanteamiento de las relaciones con el mundo musulmán, si no en el sentido de una idealizada alianza, por lo menos buscando un acercamiento y una comprensión recíproca que rectifique los desastres de Palestina e Irak. El diálogo de las culturas y una política de justicia en las relaciones políticas y económicas constituyen las premisas para corregir una trayectoria cargada de errores.

El riesgo de esta aproximación, observable en el discurso de Zapatero, es confundir la raíz del problema, que no está en el contexto de desigualdad e injusticia, sino en un integrismo para nada internacional. Zapatero coincide con Aznar en la renuncia a todo análisis del fenómeno Al Qaeda, así como de sus bases religioso-políticas. Para ambos, estamos ante terrorismo, y basta. Llegados a este punto, resulta obvio que si partimos de cerrar los ojos, la bondad del enfoque de conjunto de poco sirve.

Todo sería más fácil, evidentemente, si como propone en estas mismas páginas Juan Luis Cebrián "el supuesto conflicto de civilizaciones es en realidad un conflicto de poderes en el que mucho tiene que ver el control de las fuentes de energía". Con proponer una política internacional más justa de Occidente, el problema estaría resuelto, y de hecho tal exigencia es condición necesaria, pero no suficiente. Bin Laden y sus seguidores no han puesto en marcha su proyecto de megaterrorismo para repartir mejor las ganancias del petróleo, ni para una paz justa entre Israel y Palestina, sino para la expulsión de Occidente y de Israel de acuerdo con una interpretación sectaria de sus textos sagrados. Sin atender a este problema, siquiera para discutirlo, la actuación del intelectual va a parar a la hesicasmia. Carece de sentido, en la misma línea, seguir proponiendo la aludida denominación de "terrorismo internacional", para no encarar una realidad que resulta desagradable. No estamos ante una organización delictiva que practica el terror por encima de las fronteras, sino frente a un entramado de sólida apoyatura religiosa, adaptado al marco de la globalización y que en ese marco sitúa sus objetivos. El principio de la soberanía de Alá, y el subsiguiente expresado en el "versículo de los emires" del Corán, no suponen una configuración igualitaria y horizontal del poder, sino de obediencia y seguimiento a aquél que lo detenta. Las encuestas hablan de un amplio apoyo de las poblaciones musulmanas a la estrategia de Al Qaeda a la vista de la política de Occidente y eso supone un problema que no se resuelve con invocaciones a la fraternidad, sino mediante soluciones derivadas del conocimiento del fenómeno integrista y, por lo que toca a nuestras sociedades, de la aplicación de políticas eficaces. Tanto en el plano de la acción policial como en la en la búsqueda de una integración de nuestros inmigrantes musulmanes, haciendo posible que la práctica de su religión sea compatible con la eliminación de la vertiente belicista de la misma. Ni la satanización de quienes evocan a Santiago Matamoros, ni la angelización, son vías que eviten sendos callejones sin salida.

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