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Reportaje:

La herida de Paul Celan

La poesía por excelencia de la segunda mitad del siglo XX se asocia, no sólo en el ámbito lingüístico alemán, con el nombre de Paul Celan. O, tal vez, habría que hablar del poeta por excelencia, ya que su figura -su integridad personal, su trágica trayectoria- ha acaparado todo tipo de proyecciones y sigue siendo objeto de un fervoroso sacerdocio interpretativo. En la biografía del "poeta, superviviente, judío", según la enumeración de su biógrafo más reciente, John Felstiner, se refleja la historia europea, de la que le tocó vivir lo peor: el estalinismo, el nazismo, la guerra, el comunismo rumano y, ya instalado en Francia, también le alcanza el antisemitismo velado y no tan velado de la posguerra alemana. Su obra se abre camino a pesar de una doble carga: el peso del recuerdo y la culpa de haber salido con vida. Cuando se le estrechó el cerco de las persecuciones experimentadas e imaginadas, Paul Ancel, que en 1948 invirtió las sílabas de su apellido en Celan, se suicidó arrojándose al Sena.

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Es el trasfondo biográfico, no tanto el contenido de sus poemas, lo que le valió a Celan el epíteto de poeta del Holocausto. El famoso Fuga de la muerte -descalificado por la crítica alemana de esteticista- es uno de los pocos poemas explícitos en este sentido. Su autor se negó a leerlo en público después de 1965. A partir de Reja del lenguaje (1959), donde las referencias históricas ya no eran tan reconocibles, se le añadió la etiqueta de hermético y excesivamente personal. Y, ciertamente, es una poesía difícil, que fascina tanto por la precisión de su lenguaje como por el enigma de los neologismos que crea. Sin embargo, el camino que recorren los ocho libros concluidos en vida, desde Amapola y memoria (1952) hasta Parte de nieve (1969), pone de manifiesto una escritura cada vez más concreta, cristalina, escueta, nunca ajena a la realidad.

"Herido de realidad y en busca de realidad", se declaraba Celan en el discurso del Premio Literario de Bremen. Dentro de una poética del fragmento, de la alusión y de la cita, persigue la detención "del gran segundo memoria", como reza Cambio de aliento (1967), que surge de la conciencia histórica, fijada en el uso del lenguaje, mediante una indagación al límite para penetrar en los estratos de la historia lingüística, hasta pulsar el origen etimológico. El conocimiento del mundo, ésta es la otra enseñanza de su poesía, pasa por el conocimiento de las palabras. El lector de Celan tiene que manejar el manual de botánica y geología, para llegar al fondo de sus poemas: hay que saber qué aspecto tiene la ruda, con sus flores amarillas luminosas, para reconocer "el signo de la ruda", que "reluce sobre la colina de encinas" (Le Périgord). Como efecto colateral de estas codificaciones se evidencia la "reja del lenguaje", tras la cual permanece lo indecible. Con este trabajo siempre al filo del silencio, Celan devolvió el lenguaje a la poesía. Al "atravesar las mil espesas tinieblas de un discurso homicida" enseñó lo que significa escribir poesía después de Auschwitz.

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