No disparen al narrador
Ya va quedando claro, a lo largo de estas recensiones mensuales sobre primeras novelas, que el convite literario de los autores que estrenan obra no se puede estimar de alentador. Y eso a pesar de que nacen continuamente nuevas colecciones de narrativa, azuzadas por la necesidad de replicar la hegemonía de las editoriales prestigiadas por un catálogo más fértil y duradero. Sin embargo, esta aparición de nuevos sellos obedece más bien a una reacción compulsiva, ya que se abastecen de libros, en la mayoría de los casos, desechados por esas editoriales, títulos de una evidente falta de vigor literario o meramente testimoniales, por no decir infructuosos. El resultado es que esa proliferación -de colecciones de narrativa y de títulos- coopera fervientemente a aumentar la bibliografía, pero se queda ahí, extendiendo la especie de que el incremento de la intervención literaria es un síntoma de salud.
Y sin duda lo es, aunque de una salud precaria, pues predomina una forma sin especificidad novelística, que sin menoscabo podría ser adscrita a alguna variante del periodismo, no precisamente del mejor. Decía Adorno que "la novela debería concentrarse en lo que la crónica no puede proveer". No es ésta una aseveración que hoy tengan muy en cuenta los nuevos narradores. Y no es que la novela, para demostrar la elasticidad de la materia que le es propia, deba hacer ejercicios de contorsionismo acompañados de un redoble de tambor; bastaría con que el autor admitiera la crisis del narrador, su dudoso derecho a narrar, y tomara partido, para seguir con Adorno, "contra la mentira de la representación, propiamente hablando contra el narrador mismo, el cual, en cuanto comentarista supervisor de los acontecimientos, trata de corregir su inevitable apreciación". De las tres obras que se han abierto paso, entre otras, para llegar hasta aquí, se podría decir que mantienen intacta la añeja valía del narrador; sus modos difieren, pero el narrador nunca se pone en duda, por lo que cabe emplazar estas novelas en el difuso género del testimonio, aunque aderezada con recursos narrativos, lo que les permite una envoltura de aparente solvencia novelística.
En Reír como ellos, de Clau-
dia Larraguibel (Santiago de Chile, no consta año), la narradora en primera persona describe, con una pavorosa pasividad, su accidentada vida amorosa y el amoldamiento de su persona a los requerimientos y la vida profesional del novio o del marido correspondiente, sin detenerse nunca a discurrir por sí misma acerca de su propio proyecto de vida. De ahí la impresión más acentuada que produce esta novela: la insustancialidad del carácter de Rosa, la protagonista. Asistimos con ella a una trayectoria rica en experiencias -ambiente artístico en Nueva York, sobremesas en casas rurales habitadas por brillantes catedráticos, agitada vida nocturna en Madrid en compañía de escritor famoso-, pero esta acumulación de lecciones vitales no suscita otra respuesta que constatar que ella estuvo allí, beneficiándose de sus prebendas por su cara bonita. Y, dado que acepta sin rubor su condición decorativa, tampoco se tira de los pelos cuando, al final recoge que dicen de ella que "tenía un talento inusitado para moverme de aquí para allá, para deslizarme como una anguila y cruzar fronteras, y nadar entre la gente sin que las aguas se agitaran, sin que apenas me sintieran". A Rosa lo que le importa es tener talento, aunque el talento consista en pasar inadvertida y conservar su candidez como un valor de uso. De ahí que resulte extremadamente inconcebible que sea la propia Rosa quien se revista de testigo de un periodo en que la "transgresión era una moda". En cuanto narradora, es más o menos autista, pues no interviene para nada en lo que le concierne, pero en cuanto testigo, aún es mucho más difícil de creer.
Con El amante casual, Juan
Fernández Trigo (Terrassa, 1958) se ha propuesto el retrato salaz de una mujer ya madura que, en el momento mismo de ser abandonada por su marido, sale a la calle con la decisión, antes de que acabe el día, de acostarse con un desconocido, para proveerse así de cierta capacidad de dominación y reconquistar la quebrantada autoestima. Fernández Trigo se vale de un narrador omnisciente, vagamente reflexivo, pero con tendencia a la chocarrería y con un punto grueso de misoginia que le lleva a expresar un tácito deleite cada vez que la mujer fracasa en sus intentos de seducción. Y es evidente, ya desde las primeras páginas, que no va a lograr su propósito. La novela se estructura, por tanto, insertando, entre una tentativa y otra, la historia amorosa de la mujer, un muestrario bastante desastroso donde no faltan amantes cubanos y negros y el amor deseable que nunca está disponible. Más o menos lo previsible para quien siga las peripecias de la actualidad rosa. Pues El amante casual, aunque con un lenguaje más elaborado, debe mucho al cotilleo de quien indaga en los amoríos ajenos, y de hecho el narrador no tiene reparos en incurrir en el mal gusto para poder esbozar una sonrisa de autosatisfacción. Esta novela sobre "un día en la vida lujuriosa de una mujer" tiene trazas de venganza o de recochineo contra la condición actual de la mujer. No sé hasta qué punto Fernández Trigo ha sido consciente de esta particularidad, pero salta a los ojos que sólo la anuencia del autor permite a un narrador omnisciente deponer una afirmación como la que sigue: "Bien es cierto que había tenido montones de amantes, novietes y maromos que habían colmado su vida a temporadas, pero seguía sola, más sola que la una".
En la boca del lobo, de Li-
lliam Moro (La Habana, 1946), es otra novela sobre Cuba. Ya apuntamos en otra ocasión que, en cuanto tema recurrente, Cuba es prácticamente un género literario, y que es más bien raro el escritor cubano que no se siente obligado a incrementar el género. Lilliam Moro ha elegido cinco días de una balsa cargada de dos mujeres y cuatro hombres, uno de ellos un anciano, identificados por su voz interior, al que se añaden fábulas de la Santería y la conciencia de la ciudad de La Habana, que se van entrelazando y se identifican por las penurias, necesidades, miedos y esperanzas que han determinado su huida del país. Concebida como un conjunto de rememoraciones, a través de breves capítulos que, al sumar las distintas experiencias, debería ofrecer una visión general y crítica de la vida en la isla, sin embargo la articulación poética a la que es muy proclive la autora, y el uso de difuminadas imágenes oníricas, desvía la atención de la dramática situación de la balsa y la novela se colorea de un lirismo que, en vez de resaltar la penosa dificultad de sobrevivir a su travesía, aprovecha esa situación límite para recrear el afligido pasado de sus personajes. De lo que se deriva, finalmente, un ensamblaje de experiencias aisladas y remotas -alguna datada en 1897- cuya relevancia es escasamente incidental. La consecuencia es una novela sin centro, sin relieve ni forma.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.