Prueba del nueve
En el principio, es la música popular. Porque desde hace tiempo no se ha concebido una forma de entretenimiento con posibilidades artísticas de más fácil acceso, aquella que en unos años fundamentales, y también después, enseña a emocionarse ante lo excepcional y a tener curiosidad por seguir haciéndolo. Ese deseo se proyecta sobre formas complejas cuyo placer, además, redobla y discute a un tiempo, si uno quiere ser honesto, el antiguo gusto por lo musical. Todo habla de lo mismo: ficciones en planos exquisitos. El que esto escribe, sin la pausa orquestal de los JB's en el It's a man's man's world en el directo de 1970, nunca hubiera entendido del mismo modo cierto punto y coma de Stendhal en Rojo y Negro, cuando ese punto y coma supone una noche de amor. Ni compartiría la sublime combinación de fugacidad y entereza de la línea de Gracia de la pareja principal en el Embarque a Citerea de Watteau sin el solo de órgano de Jackie Mitoo en We need love de Johnny Osbourne. Esta última canción, además, es un sampler de una grabación anterior de Studio One, que es a un tiempo versión de I'll be around de The Spinners, casi en la misma proporción que Watteau puede ser Rubens. La música pop ayuda a comprender que nada es nuevo, pero que cada aportación óptima es necesaria. Sirve también, y esta razón quizá sea espuria pero es fundamental, para separar nuestro criterio de otros al uso, mientras alivia la presión que esos criterios ejercen sobre el propio. Distingue entre la importancia de un gusto estético libre y el afán de pertenecer a un grupo, a la rutinaria comodidad de no plantearse nada, de lo gregario. Un gesto ante una canción puede ser la prueba del nueve del espíritu.
31 CANCIONES
Nick Hornby
Traducción de Fernando González Corugedo
Anagrama. Barcelona, 2004
155 Páginas. 13 euros
Algo de esto y más explica 31 canciones, un libro en el que Hornby desgrana una suerte de memorias musicales a partir de una selección adecuada. Como tal autobiografía invita al lector a hacer examen de conciencia. Me duele decirlo, pero hay dos Nick Hornby: el ensayista (que hace en Fiebre en las gradas un espléndido retrato de cierta irracionalidad social a partir de sus confesiones de hincha futbolero) y el novelista que tiende a untar sus historias de, como diría el polaco, una mantequilla algo mantequillosa. Y lo que no hacía Hornby en Fiebre en las gradas lo hace en 31 canciones: se defiende ante la alta cultura, quizá, o de los ataques al porqué de su fama literaria.
Esas digresiones defensi-
vas son lo peor de un libro que casi siempre resulta muy inteligente y ligero en el mejor sentido. Encantador también, ya lo creo. Cuando uno escribe y piensa como lo hace Hornby, porque es un buen estilista, a uno deberían importarle muy poco los listillos del mundo que, empapados de amargura, repiten bajo cada desplante aquello que balbucea Brando en La ley del silencio: "Pude ser un aspirante". Y no aspirantes a artistas, a conocedores o a aficionados, sino a enterarse de la existencia de algo superior a los jueguecitos de poder de rango ínfimo en los que han desembocado su confusión, su incapacidad o su desidia.
Como si fuese otra buena canción, 31 canciones muestra algo que también enseña la música popular: con el tiempo, y en paralelo a otros gustos, uno se da cuenta de que siente mayor inclinación por la belleza intrincada y sutil bajo una apariencia tibia. Y eso no quiere decir, ni mucho menos, que no se sea el mismo peleón de siempre. Al fin y al cabo, las canciones, y todo lo demás, le han hecho libre.
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